Page 19 - La Cabeza de la Hidra
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—¿A qué horas te llamó?
—A eso de las seis de la tarde.
—Pero tú ya estabas enojada desde que te llamé en la mañana.
—Por Sara Klein. Había olvidado a Mary. Mary se encargó de que me acordara de las
dos. Ahora ya no estoy enojada. Estoy segura de que me has partido por la mitad,
Félix. Prefieres tener por separado lo que yo quise darte unido en mí. Como si desde
hoy quisieras ser joven otra vez.
—Cabrona Mary —murmuró Félix.
Ruth miró a su marido y frunció la nariz:
—No lo hagas, Félix. Todavía eres joven.
—¿Sabes que estás hablando como una mamá judía a su hijo ?
—No te burles de mí. Acepta que vivimos juntos y nos hacemos viejos y vamos a
morirnos juntos.
Félix tomó con fuerza a Ruth de los brazos y la sacudió: —No juegues conmigo a la
mamá judía, no lo soporto, no soporto tus sabias advertencias de mamacita judía. Yo
voy a ir a casa de los Rossetti porque Mauricio es el secretario privado del Director
General y Sanseacabó. Sara Klein no tiene nada que ver y tus teorías me parecen
totalmente idiotas.
—No vayas, por favor, Félix. Quédate conmigo. Te lo digo así, tranquila, sin hacer
tangos. Quédate. No te expongas.
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La mirada de Ruth lo persiguió de Polanco a San Ángel por el Periférico. Nunca lo
había mirado así, con los ojos llenos de lágrimas y ternura, meneando lentamente la
cabeza, frunciendo el entrecejo, advírtiéndole, como si por una vez supiera la verdad y
no quisiera ofenderlo diciéndosela. Manejó pensando que acaso todas las palabras de
Ruth eran el disfraz de la verdad, una mentira para darle a entender, sin herirlo, que
sospechaba la gravedad de las cosas.
Nunca había usado de pretexto a Sara o a Mary. Ruth conocía a la superioridad de su
simple presencia sobre cualquier aspecto del pasado de Félix, se dijo Félix habituándose
a hablar de sí mismo como de un extraño, Ruth es la mujer de Félix, al estacionarse con
dificultades cerca del estrecho Callejón del Santísimo, Ruth es pecosilla, se disfraza las
pecas con maquillaje, igual que la señorita Chayo sus lunares rojos, las gotas de sudor
se le juntan en la puntita de la nariz a Ruth, la señora Maldonado es una chica judía
bonita, graciosa, activa, una geisha hebraica, Madame Butterfly con el decálogo del
Sinaí en brazos en vez de un hijo, Madame Cio Cio Stein, una canasta vacía en el río.
La odió, a fuerza de ridiculizarla, al entrar a la casa colonial, encalada, de los Rossetti,
es cierto, Ruth me tiene las camisas planchadas y me pone las mancuernas.
De pie en el centro mismo de una alfombra blanca, con una copa entre las manos,
parecía esperarlo Sara Klein. Con el fuego de la chimenea encendida a sus espaldas,
nimbándola, y el enorme cuadro de Ricardo Martínez colgando como fondo. Sara Klein,
suspendida dentro de una gota luminosa, en el centro del mundo, doce años después.
Temió romper la burbuja dorada. Cerró los ojos y comparó los rostros.
Vio todas las películas en el Museo de Arte Moderno cuando estudió economía en la
Universidad de Columbia. Se escapaba a la hora del almuerzo, dejaba de comer a veces,
para ver viejas películas en la Calle 53. El cine se convirtió para Félix Maldonado en el
contrapunto y némesis de la economía. Una ciencia abstracta, triste y finalmente inocua
cuando revelaba su verdadera naturaleza: la economía es la opinión personal convertida
en norma dogmática, la única opinión que se sirve de números para imponerse. Y el

