Page 21 - La Cabeza de la Hidra
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ella lo recordó y lo comprendió, esa broma de la juventud, araña, mañana, reseña,
                  enseña, ñuño, niño, ñoño, ñaña, ñandú, rieron juntos, moño, coño, retoño.
                  Félix tomó la mano de Sara y le dijo que por fortuna tenían muchas horas por delante,
                  ¿no había olvidado los terribles horarios mexicanos? y ella dijo con la voz ronca:
                  —Recuerdo que todo es muy tarde, muy excitante, no como los horarios americanos.
                  ¿Qué horas son?
                  —Apenas las diez y media. No cenaremos antes de las doce. Primero hay que beberse
                  muchos whiskys para agarrar presión. Si  no la fiesta es un fracaso. —¿Y luego? —
                  sonrió Sara.
                  —Hay que quedarse hasta las cinco de la mañana para que la fiesta pueda considerarse
                  un éxito y se sabe de anfitriones que se han tragado la llave para que nadie pueda irse —
                  dijo Félix abriendo el círculo para incluir a Bernstein—, ¿verdad, doctor?
                  —Cómo no —dijo Bernstein mirando a la pareja con atención, achicando los ojos detrás
                  de los vidrios gruesos de los anteojos—, los mexicanos tenemos el genio de la fiesta,
                  la música y el color. En cambio carecemos totalmente de talento para dos cosas
                  fundamentales en el mundo de hoy: el cine y el periodismo. Tenías razón esta mañana
                  cuando desayunamos juntos, Félix. Es imposible entender lo que dice un periódico
                  mexicano si antes no se cuenta con información confidencial.
                  —Quién sabe. Es el punto de vista de un judío, no de un mexicano —dijo con rudeza
                  Félix, que se largara Bernstein, que lo dejara solo con Sara, ¿iba a pasarse la noche
                  vigilándolos?
                  —Tú has de saber —replicó Bernstein—, estás casado con una judía y enamorado de
                  otra.
                  Sin reflexionar un instante, Félix Maldonado alargó la mano y le arrancó los anteojos
                  sin marco, los dos cristales desnudos y densos que parecían suspendidos sobre los ojos
                  invisibles del doctor.
                  —Parece mentira —dijo Félix mirando los anteojos—. Todavía tienen manchas de la
                  salsa de jitomate del desayuno.
                  Los ojos desnudos del doctor Bernstein siguieron nadando asombrados en el fondo de
                  un océano personal y luego saltaron nerviosamente sobre cubierta como dos peces
                  asfixiados. Maldonado arrojó con desdén los anteojos al fuego. Sara gritó y Mauricio
                  Rossetti corrió a la chimenea a salvar los anteojos. Varios invitados se reunieron,
                  divertidos o alarmados, mientras Mauricio pescaba los anteojos con unas tenazas y Sara
                  miraba a Félix con los ojos de diamante frío y todas las contradicciones de la
                  complicidad; Félix sólo miró a Sara para  descifrar y luego intentar la imposible
                  separación de rechazo y atracción, desprecio, homenaje, ganas de reír, pureza perversa,
                  se dijo Félix mirando a Sara mientras los pinches anteojos de Bernstein eran salvados
                  por Mauricio de las llamas que todo lo purifican, conjuntivitis, legañas y manchas de
                  salsa. Félix acercó los labios al oído de Sara:
                  —Mi amor, debemos arriesgarnos a otra cosa.
                  —No duraría mucho —le contestó Sara ocultándole la oreja a Félix bajo el ala de
                  cuervo de su peinado—. Ya tienes lo que yo no te doy con otras. Déjame seguir siendo
                  la de siempre, por favor.
                  —¿Me juras que tu relación conmigo no es distinta de tu relación con los demás
                  hombres? —Félix pronunció mal esto, le estaba mordisqueando el lóbulo de la oreja a
                  Sara. Sara se apartó riendo gravemente, era su especialidad. —Nuestra relación es
                  única, ¿no? ¿Cómo quieres que yo sea la misma con todos si contigo soy totalmente
                  distinta? ¿Te das cuenta de lo que me pides?
                  Mauricio le ordenó a un mozo que pusiera a enfriar los anteojos del doctor Bernstein y
                  se interpuso groseramente entre Sara y Félix:
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