Page 120 - Sumerki - Dmitry Glukhovsky
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desconocido. Como de costumbre, lo solté de la correa
en cuanto hubimos dejado atrás la calle, y al momento,
como loco, se puso a corretear de un lado para otro por
un prado. Ése era un goce que jamás le negaba. Cuando
aún vivía, a menudo se había visto obligado, a causa de
mi vida de ermitaño, a pasarse días enteros tumbado —
en invierno sobre el sofá, en verano por el suelo—, y,
por ello, tan pronto como regresaba del mundo de los
muertos para hacerme una breve visita en sueños,
parecía que en primer lugar quisiera recordar para qué
lo había hecho la naturaleza. Los setters son una raza de
cazadores, y yo lo sabía muy bien. Así, cuando —no
importaba que fuera en la vida real o en sueños—
hallábamos el camino por el campo, o en el parque,
trataba de ponerle los mínimos límites posibles.
Al cabo de poco se había alejado tanto que lo perdí
de vista. Así que hasta las doce de la noche, en las que
me despertó un impulso natural, no hice otra cosa que
pasearme por los soleados paseos del parque veraniego
y llamarlo una y otra vez por su nombre con la
precisión mecánica de un reloj. Durante todo ese
tiempo mi perro corrió por las cercanías, pero sin
mostrarse, aun cuando se oyeran alegres ladridos entre
los arbustos, a veces a la derecha, a veces a la izquierda,
a una distancia cada vez más breve, pero insalvable...
Me levanté, y lo primero que hice, aun antes de ir al
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