Page 274 - Sumerki - Dmitry Glukhovsky
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poco a poco perdía el dominio sobre mí mismo. A fin
de tranquilizarme, empecé a contar las farolas de tres
cabezas que iluminaban Arbat. Al llegar al patio de mi
casa, eché a correr hacia el portal. Oí de nuevo ladridos
de perros en el patio... No cabía duda de que una jauría
de perros vagabundos se había instalado en ese lugar.
Me encontraba ya frente a la puerta y tecleé el
código de entrada. A mis espaldas quedaba el alboroto
nocturno de Arbat: una mezcla de zumbidos de
motores, vocerío, claxons y peleas de perros. De pronto
se oyó en alguna parte un grito espantoso y
prolongado. Se me heló la sangre en las venas: aquel
grito no era de este mundo.
Los perros enmudecieron, como si se hubieran
atragantado con sus propios ladridos, y luego, uno tras
otro, se pusieron a aullar con desesperación. Abrí la
puerta de golpe, cerré con fuerza, subí corriendo en
unos pocos segundos hasta mi piso. Al llegar a la
entrada miré en todas direcciones, como acorralado, y
tan sólo cuando estuve dentro y hube echado todos los
cerrojos, me apoyé en la pared, fatigado, y traté de
recobrar el aliento.
En la escalera no se oía nada. Me alejé de la puerta,
entré en mi cuarto sin quitarme el abrigo y dejé la
carpeta sobre la mesa. Bajo su plástico negro y brillante
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