Page 148 - La muerte de Artemio Cruz
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—India, trae un jarro de agua.
                      Dejó  que  saliera  Baracoa  y  entonces  violó  todas  las  reglas,  apartó  las  cortinas  y
                  frunció el rostro para avizorar lo que sucedía allá afuera. Había visto crecer a ese niño
                  desconocido; lo había espiado desde la ventana, del otro lado del encaje. Había visto los
                  mismos ojos verdes y cacareado de placer al saberse en otra carne joven, ella que traía
                  emplastada en el cerebro la memoria de un siglo y en los surcos del rostro capas de aire
                  y  tierra  y  sol  desaparecidos.  Persistió.  Sobrevivió.  Le  costó  llegar  a  la  ventana;  casi
                  caminaba  a  gatas,  con  los  ojos  fijos  en  las  rodillas  y  las  manos  apretadas  contra  los
                  muslos. La cabeza de mechones blancos estaba perdida en los hombros, a veces más
                  altos que el cráneo. Pero sobrevivió. Seguía aquí, tratando de cumplir desde el lecho
                  revuelto los ademanes de la joven hermosa y blanca que abrió las puertas de Cocuya al
                  largo  desfile  de  prelados  españoles,  comerciantes  franceses,  ingenieros  escoceses,
                  británicos  vendedores  de  bonos,  agiotistas  y  filibusteros  que  por  aquí  pasaron  en  su
                  marcha hacia la ciudad de México y las oportunidades del país joven, anárquico: sus
                  catedrales barrocas, sus minas de oro y plata, sus palacios de tezontle y piedra labrada,
                  su clero negociante, su perpetuo carnaval político y su gobierno en deuda permanente,
                  sus fáciles concesiones aduanales para el extranjero de habla insinuante. Eran los días
                  gloriosos  en  México,  cuando  los  Menchaca  dejaron  la  hacienda  en  manos  del  hijo
                  mayor,  Atanasio,  para  que  se  hiciera  hombre  en  el  trato  con  los  trabajadores,  los
                  bandidos, los indios  y subieron al altiplano a brillar en la corte ficticia de Su Alteza
                  Serenísima. ¿Cómo iba a vivir el general Santa Anna sin su viejo compañero Menchaca
                  —coronel ahora— que sabía de gallos y palenques y podía pasarse la noche bebiendo y
                  recordando el plan de Casamata, la expedición de Barradas, El Álamo, San Jacinto, la
                  guerra de los pasteles, incluso las derrotas frente al ejército invasor yanqui, a las que el
                  generalísimo se refería con una hilaridad cínica, mientras golpeaba el piso con la pata de
                  palo y levantaba la copa y acariciaba la cabellera negra de Flor de México, la esposa-
                  niña llevada al lecho cálido aún con el último estertor de la primera mujer? Y eran los
                  días  de  pena,  cuando  el  Señor  fue  expulsado  de  México  por  la  banda  liberal  y  los
                  Menchaca  regresaron  a  la  hacienda  a  defender  lo  suyo:  las  miles  de  hectáreas
                  obsequiadas por el tirano gallero y rengo; apropiadas sin pedir permiso a los campesinos
                  indígenas  que  debieron  permanecer  como  peones  o  retirarse  al  pie  de  la  montaña;
                  cultivadas por el nuevo trabajo negro, barato, de las islas del Caribe; acrecentadas con el
                  cobro  de  las  hipotecas  impuestas  a  todos  los  pequeños  propietarios  de  la  región.
                  Túmulos  de  tabaco  extendido.  Carretas  colmadas  de  plátano  y  mango.  Manadas  de
                  cabras pastoreadas en las primeras lomas de la Sierra Madre. Y en el centro el casco de
                  un piso, con su torrecilla colorada y sus cuadras vibrantes de relinchos, sus paseos en
                  lanchón y en carretela. Y Atanasio, el hijo de los ojos verdes, vestido de blanco sobre el
                  caballo blanco, regalo también de Santa Anna, cabalgando sobre la tierra feraz con el
                  fuete en el puño, pronto a imponer su voluntad decisiva, a saciar su grueso apetito con
                  las campesinas jóvenes, a defender con la banda de negros importados la integridad de
                  las tierras contra las incursiones cada vez más frecuentes de los juaristas. Viva México
                  primero, que viva nuestra nación, muera el príncipe extranjero... Y los últimos días del
                  imperio, cuando al  viejo  Ireneo Menchaca le avisaron que Santa  Anna regresaba del
                  exilio  para  proclamar  una  nueva  República:  salió  el  viejo  en  su  carretela  negra  a
                  Veracruz donde le esperaba un bote en el muelle y sobre la cubierta del Virginia, en la
                  noche, Santa Anna y sus filibusteros alemanes hacían señales frente a San Juan de Ulúa
                  sin que nadie les contestase. La guamición del puerto estaba con el Imperio y se mofaba
                  del  tirano  caído  que  se  paseaba  sobre  cubierta,  bajo  los  gallardetes,  desesperado,
                  escupiendo majaderías de los labios carnosos. Las velas volvieron a hincharse y los dos

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