Page 146 - La muerte de Artemio Cruz
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carne; se sumergió y abrió los ojos: las ondulaciones cristalinas de la primera capa,
veloz, corrían sobre un fondo lodoso y verde. Y arriba, atrás —ahora se dejó llevar por
la corriente, como una saeta— estaba esa casa a la que nunca, en trece años, había
entrado, con ese hombre sólo visto de lejos y esa mujer a la que solamente conocía de
nombre. Sacó la cabeza del agua. Lunero ya estaba friendo el pescado y abriendo una
papaya con el machete.
Apenas pasó el mediodía, los rayos del sol se colaron por el techo de hojas
tropicales, pegando, duro, desde el descenso del poniente. La hora de las ramas
detenidas, en la que ni siquiera el río parecía correr. El niño se tendió desnudo debajo de
la palma solitaria y sintió el calor de los rayos que iban arrojando cada vez más lejos la
sombra del talle y el plumero. El sol inició su carrera final; sin embargo, los rayos
oblicuos parecían ascender iluminando, poro a poro, todo el cuerpo. Los pies primero,
cuando se acomodó contra el pedestal desnudo. Luego las piernas abiertas y el sexo
dormido, el vientre plano y los pechos endurecidos en el agua, el cuello alto y la quijada
recortada, donde la luz empezaba a quebrar dos comisuras hondas, pegadas como arcos
tirantes a los pómulos duros que enmarcaban la claridad de los ojos perdidos, esa tarde,
en la siesta profunda y tranquila. Él dormía y Lunero, cerca, se había tirado boca abajo y
tamborileaba con los dedos sobre la cacerola negra. Un ritmo le iba ganando. La lasitud
aparente del cuerpo echado no era sino la tensión contemplativa de su brazo bailador,
que sacaba tonos concentrados del trasto y empezaba a murmurar, como todas las
tardes, la memoria recobrada de ritmo cada vez más rápido, la canción de la niñez y de
la vida que ya no vivió, cuando sus antepasados se coronaban, junto a la ceiba, de
gorros ornados de cascabeles y se frotaban los brazos con aguardiente y ese hombre era
sentado en la silla con la cabeza cubierta por un paño blanco y todos bebían hasta su
fondo de azúcar negra la mezcla de maíz y naranja agria y se les enseñaba a los niños
que no debían silbar de noche:
tó...
la hija de Yeyé...
le gusta marío... de otra mujé...
tó, la hija de Yeyé, le gusta marío, de otra mujé..
tóla hijaeyeyé legusta.
El ritmo le iba ganando. Extendió los brazos y tocó los extremos de la tierra húmeda
y con los dedos siguió palmoteando sobre ella y embarrando la barriga en ella y una
gran sonrisa le brotó y le quebró las mejillas pegadas al hueso ancho:
legustamaríodeotramujé... Le caía a plomazos el sol de la tarde sobre la cabeza redonda
y crespa y no podía levantarse de su postura, chorreando sudor por la frente, por las
costillas, entre los muslos y el cántico se iba haciendo más silencioso y hondo. Mientras
menos lo escuchaba más lo sentía y más se pegaba a la tierra, como si fornicara con ella.
Tólahijaeyeyé: le iba a estallar la sonrisa, le iba a estallar el olvido del hombre de la
levita negra, el que iba a venir esa tarde, que ya es esta tarde y Lunero estaba perdido en
su canto y en su baile acostado que le recordaba la tumba, que le recordaba la tumba
francesa y las mujeres olvidadas en la prisión de este casco quemado.
Detrás, las frondas y el casco de la hacienda con el que sueña, entre sueños, el niño
bañado de sol. Esas paredes ennegrecidas que fueron incendiadas cuando pasaron por
allí los liberales en la campaña final contra el Imperio, muerto ya Maximiliano, y
encontraron a la familia que había prestado sus alcobas al mariscal jefe de las fuerzas
francesas y sus bodegas a la tropa conservadora. En la hacienda de Cocuya se
abastecieron los soldados de Napoleón III para salir, con las mulas cargadas de
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