Page 144 - La muerte de Artemio Cruz
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derretido  burbujeó  su  espesor;  el  círculo  giró;  el  niño  iba  derramando  la  cera  en  las
                  horadaciones.
                      —Ya viene el día de la Purificación — dijo Lunero con tres clavos entre los dientes.
                      —¿Cuándo?
                      La pequeña fogata bajo el sol alumbró los ojos verdes del niño.
                      —El dos, Cruz niño, el dos. Entonces se venderán más velas, no sólo a los de cerca,
                  sino a toda la comarca. Saben que de aquí son las mejores velas.
                      —Recuerdo el año pasado.
                      A veces, la cera caliente daba un latigazo; el niño tenía los muslos manchados de
                  pequeñas cicatrices redondas.
                      —Es el día que la marmota busca su sombra.
                      —¿Cómo sabes?
                      —Es un cuento que trajeron de otra parte.
                      Lunero  se  detuvo  y  alcanzó  un  martillo.  Arrugó  la  frente  oscura.  —Niño  Cruz,
                  ¿crees que ya sabes hacer las canoas?
                      Ahora había una gran sonrisa blanca en el rostro del muchacho. Los reflejos verdes
                  del  río  y  los  helechos  húmedos  acentuaban  ese  corte  pálido,  huesudo,  de  la  cara.
                  Peinado por el río, el pelo se enriscaba sobre la frente ancha, la nuca oscura. El sol le
                  había dado tonos de cobre pero la raíz era negra. Todo el tono de fruta verde corría por
                  los brazos delgados  y el pecho firme, hecho a nadar corriente arriba, con los dientes
                  brillantes en la carcajada del cuerpo refrescado por el río de fondo herbáceo y riberas
                  legamosas. —Sí, ya sé. Te he visto cómo haces.
                      El mulato bajó los ojos de por sí bajos, serenos pero acechantes. —Si Lunero se va,
                  ¿ya sabrás hacer todas las cosas?
                      El niño dejó de girar la rueda de fierro. —¿Si Lunero se va?
                      —Si se tiene que ir.
                      No debía decir nada, pensó el mulato; no diría nada, se iría como se iban los suyos,
                  sin  decir nada, porque conoce  y  acepta la fatalidad  y siente un  abismo  de razones  y
                  memorias entre ese conocimiento y esa aceptación y el conocimiento y rechazo de otros
                  hombres; porque conoce la nostalgia y la peregrinación. Y aunque sabía que nada debía
                  decir, sabía que el niño —su compañero de siempre— había visto con curiosidad, con la
                  cabecilla ladeada, al hombre del levitón apretado y sudoroso que ayer buscó a Lunero.
                      —Tú sabes, vender la candela en el pueblo y hacer más cuando llega el día de la
                  Purificación; llevar las botellas vacías todos los meses y dejarle al señor Pedrito el licor
                  en la puerta... hacer las canoas y llevarlas todas río abajo cada tres meses... y sí, también
                  entregarle el oro a Baracoa, tú sabes, guardándote una pieza y pescar los charales aquí
                  mismo...
                      El pequeño claro junto al río ya no pulsaba con el chirreo del círculo oxidado ni con
                  el  martilleo sonámbulo  del  mulato.  Encajonado  por el  verdor,  crecía  el  murmullo  de
                  agua veloz que arrastraba bagazo y troncos fulminados en las tempestades nocturnas y
                  hierba  ondulante  de  los  campos  de  arriba.  Revoloteaban  las  mariposas  negras  y
                  amarillas,  rumbo  al  mar  también.  El  niño  dejó  caer  los  brazos  e  interrogó  la  mirada
                  caída del mulato.
                      —¿Te vas?
                      —Tú no sabes todas las historias de este lugar. En otro tiempo toda la tierra, hasta la
                  montaña, era de los de aquí. Luego se perdió. El señor abuelo murió. El señor Atanasio
                  fue malherido a traición y todo se fue quedando sin cultivar. O pasó a otros. Sólo quedé
                  yo y me dejaron en paz catorce años. Pero me tenía que llegar la hora.



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