Page 147 - La muerte de Artemio Cruz
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conservas, frijol  y  tabaco, al  arrase de las posiciones de las  guerrillas juaristas en la
                  sierra, desde donde esas bandas de forajidos hostigaban los campamentos franceses del
                  llano y las fortalezas de las ciudades veracruzanas. Y en la vecindad de la hacienda, los
                  zuavos encontraron los grupos de vihuela y arpa que cantaban Balajú se fue a la guerra
                  y no me quiso llevar y les alegraban las noches junto a las indias y mulatas que por allí
                  anduvieron pariendo mestizos güerejos, mulatos de ojos claros y piel apiñonada, que se
                  apellidaron Garduño y Álvarez cuando debieron llamarse Dubois y Garnier. Sí, en la
                  misma  tarde  aplanada  por  el  calor,  la  vieja  Ludivinia,  encerrada  para  siempre  en  la
                  recámara  de  candiles  absurdos  —dos  colgando  del  cielo  raso  enjalbegado,  uno
                  arrinconado  junto  a  la  cama  de  postes  estriados—  y  cortinas  de  encaje  amarillento,
                  abanicada por la india Baracoa que perdió su nombre original para recibir éste de la
                  población negroide de la hacienda, tan mal avenido con su perfil de águila y sus trenzas
                  sebosas: la vieja Ludivinia tararea con los ojos bien abiertos esa maldita canción que, de
                  darse cuenta, no recordaría y que sin embargo quiere saborear, porque hace mofa del
                  general Juan Nepomuceno Almonte, que primero fue amigo de la casa y compadre del
                  difunto  Ireneo  Menchaca,  el  marido  de  Ludivinia,  y  parte  de  la  corte  santanista,  y
                  después,  cuando  el  salvador  de  México  y  gran  protector  de  los  Menchaca  —vidas  y
                  haciendas— quiso volver del enésimo destierro y desembarcó y se curaba de un ataque
                  de  disentería,  renegó  de  sus  viejas  lealtades,  lo  hizo  detener  por  los  franceses  y
                  embarcar de nuevo: San Juan de Nepomuceno, la monda. Ludivinia recuerda el rostro
                  oscuro  de  Juan  Nepomuceno  Almonte,  hijo  de  las  mil  mujeres  cacarizas  del  cura
                  Morelos, y tuerce la boca chupada, sin dientes, cuando recuerda la estrofa picaresca de
                  ese maldito canto de los juaristas que mataron de humillación al general Santa Anna: ...y
                  que te lo pareciera que llegaran los ladrones, se robaran a tu vieja y le bajaran los
                  calzones... Ludivinia cacareó de risa y con un gesto le pidió a la india que acelerase los
                  movimientos  del  abanico  de  palma.  La  recámara  mustia,  encalada,  olía  a  trópico
                  encerrado, suplantado, disfrazado de frío. Los manchones de humedad de las paredes
                  agrandaban a la vieja, porque le hacían pensar en otros climas, los de su niñez antes de
                  casarse  con  el  teniente  Ireneo  Menchaca  y  sumarse  a  la  vida  y  fortuna  del  general
                  Antonio López de Santa Anna y obtener de su venia las ricas tierras junto al río, tierras
                  negras y extensas colindantes con la montaña y el mar. Allá en la Francia, güirí güirí
                  güirá, se murió Benito Juárez, se acabó la libertad. Y ahora la mueca se frunció con
                  disgusto y desbarató en mil costras empolvadas todo el rostro que permanecía unido por
                  una redecilla de venas azules. La garra temblorosa de Ludivinia alejó con otro gesto a
                  Baracoa y sacudió las mangas de seda negra y los puños de encaje destruido. Encaje y
                  cristal, pero no sólo eso: mesas de álamo labrado con pesadas tapas de mármol sobre las
                  que  descansaban  los  relojes  debajo  de  las  campanas  de  cristal,  con  pesadas  patas
                  cabriolas  de  bola;  mecedoras  de  mimbre  sobre  el  piso  de  ladrillo,  cubiertas  por  los
                  vestidos  de  polisón  que  nunca  volvió  a  usar,  tableros  biselados,  tachones  de  bronce,
                  cofres  con  cuarterones  y  bocallaves  de  hierro,  retratos  de  óvalo  de  criollos
                  desconocidos, rígidos, barnizados, con patillas esponjadas y bustos altos y peinetas de
                  carey, marcos de hojalata para los santos y el Niño de Atocha, éste reproducido en el
                  estofado viejo, carcomido, que apenas conservaba la primera capa de lámina de oro, la
                  cama de hojarasca plateada y baldaquín y postes estriados, depósito del cuerpo exangüe,
                  nido  de  olores  apretados  y  sábanas  manchadas  de  revolturas  y  tumores  de  paja  que
                  asomaban por las rendijas abiertas en el colchón.
                      El incendio no había entrado hasta aquí. Ni la noticia de las tierras perdidas y el hijo
                  muerto en emboscada y el niño nacido en la choza de los negros: las noticias no, pero sí
                  los presentimientos.

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