Page 149 - La muerte de Artemio Cruz
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viejos amigos jugaron a las cartas en el camarote del capitán yanqui: navegaban sobre
                  un mar tórrido, lento, desde el cual apenas se percibía la línea de costa, perdida detrás
                  de  un  velo  de  calor.  Desde  la  silueta  empavesada  del  barco,  los  ojos  furiosos  del
                  dictador vieron la silueta blanca de Sisal. Y el viejo cojo descendió seguido de su viejo
                  compadre, lanzó una proclama a los yucatecos y volvió a vivir su sueño de grandeza:
                  Maximiliano  acababa  de  ser  condenado  a  muerte  en  Querétaro  y  la  República  tenía
                  derecho a contar, otra vez, con la patriótica entrega de su jefe natural y auténtico, de su
                  monarca  sin  corona.  Se  lo  contaron  a  Ludivinia:  cómo  fueron  capturados  por  el
                  comandante de Sisal, cómo fueron enviados a Campeche y, allí, paseados por las calles
                  con las manos encadenadas, entre los empujones del piquete, como ladrones comunes.
                  Cómo  fueron  arrojados  a  una  mazmorra  del  presidio.  Cómo  murió  en  el  verano  sin
                  letrinas,  hinchado  de  agua  putrefacta,  el  viejo  coronel  Menchaca,  mientras  los
                  periódicos norteamericanos hacían saber que Santa Anna había sido ejecutado por los
                  juaristas,  igual  que  el  inocente  Príncipe  de  Trieste.  No:  sólo  el  cadáver  de  Ireneo
                  Menchaca fue enterrado en el cementerio frente a la bahía, fin de una vida de azar y
                  loterías, como la del país mismo y Santa Anna, con la mueca permanente de una locura
                  infecciosa, salió al nuevo exilio.
                      Atanasio  se  lo  dijo,  recordó  la  anciana  Ludivinia  esta  tarde  caliente,  y  desde
                  entonces ella ya no salió del cuarto y allí se llevó sus mejores prendas, el candil del
                  comedor, las arcas chapeadas, los cuadros más barnizados. A esperar una muerte que su
                  cabeza  romántica  juzgaba  inminente,  pero  que  había  tardado  treinta  y  cinco  años
                  perdidos, que no eran nada para una mujer de noventa y tres, nacida el año de la primera
                  revoltura, cuando la gritería de palos y piedras se levantó en el curato de Dolores, y su
                  madre la parió en una casa de puertas atrancadas por el terror. Sus calendarios se habían
                  perdido y este año de 1903 era para ella sólo un tiempo burlado a la rápida muerte de
                  congoja que debió seguir a la del coronel. Como no existió, en el año 68, el incendio del
                  casco, detenido a las puertas de la recámara sellada mientras los hijos —había otro, no
                  era sólo Atanasio, pero sólo quiso a éste— le gritaban que se salvase y ella amontonaba
                  las sillas y las mesas contra la puerta y tosía aquel humo espeso que se colaba por todas
                  las rendijas. No quiso ver a nadie más, sólo a la india por necesidad de que alguien le
                  trajera  la  comida  y  le  zurciese  la  ropa  negra.  No  quiso  saber  más,  sino  recordar  los
                  tiempos idos. Y entre las cuatro paredes perdió la razón de todo, menos de lo esencial:
                  su viudez, el pasado y, súbitamente, ese niño que siempre corría a lo lejos, pisándole los
                  talones a un mulato desconocido.
                      —India, trae un jarro de agua.
                      Pero en vez de Baracoa, se asomó a la puerta ese espectro amarillo.
                      Ludivinia gritó en silencio y se retrajo hacia el fondo de la cama: los ojos hundidos
                  se  abrieron  con  espanto  y  todas  las  cáscaras  del  rostro  parecieron  pulverizarse.  El
                  hombre que se asomaba se detuvo en el umbral y extendió una mano temblorosa.
                      —Soy Pedro...
                      Ludivinia  no  entendió.  Su  temblor  le  impedía  hablar  pero  los  brazos  lograban
                  agitarse, exorcizar, negarse en un tumulto de trapos negros, mientras el fantasma pálido
                  avanzaba con la boca abierta:
                      —Eh... Pedro... eh... —dijo frotándose la barbilla rala y manchada—. Pedro...
                      Con ese movimiento nervioso en los párpados. La vieja paralizada no entendió lo
                  que dijo ese hombre soñoliento, apestoso a sudor  y alcohol barato:  —Eh... no queda
                  nada, ¿sabe usted?... todo... al demonio... y ahora...balbuceaba, con un llanto seco —se
                  llevan al negro; pero usted no sabe, mamá...
                      —Atanasio...

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