Page 151 - La muerte de Artemio Cruz
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pedía compasión, sino mi propia imagen de esposa joven. Ahora no, ahora ya no. Ahora
tengo mi vida entera para acompañarme y dejar de ser vieja. Viejo tú, que crees que
todo ha terminado con tus canas y tu borrachera y tu falta de voluntad. ¡Ah, te veo, te
veo, chingao! Eres el mismo que subió con nosotros a la capital; el mismo que creyó
que nuestro poder era una excusa para gastarlo con las mujeres y los tragos y no una
razón para ahondarlo y hacerlo más fuerte y usarlo como un látigo; el mismo que creyó
que nuestro poder había pasado sin costo a él y que por eso creyó que podía permanecer
allá arriba, sin nuestro sostén, cuando nosotros tuvimos que bajar de nuevo a esta tierra
caliente, a esta fuente de todo, a este infierno del que subimos y al que teníamos que
caer otra vez... ¡Huele! Hay un olor más fuerte que el sudor de caballo y la fruta y la
pólvora... ¿Te has detenido a oler la cópula de un hombre y una mujer? A eso huele aquí
la tierra, a sábana de amor y tú nunca lo has sabido... Oye, ah, yo te acaricié cuando
naciste y te amamanté y te dije mío, hijo mío, y sólo estaba recordando el momento en
que tu padre te creó con toda la ceguera de un amor que no era para crearte, sino para
darme placer: y eso ha quedado y tú has desaparecido... Allá afuera, oye...
(—¿Por qué no habla usted? Está bien... está bien... siga usted callada, que ya es
algo verla allí, mirándome así; ya es algo más que esa cama desnuda y esas noches en
vela...
(—¿Buscas a alguien? ¿Y ese niño allá afuera, no está vivo? Te sospecho; has de
pensar que no sé nada, que no veo nada desde aquí... Como si no pudiera sentir que hay
otra carne mía rondando por aquí, otra prolongación de Ireneo y Atanasio, otro
Menchaca, otro hombre como ellos, allá afuera, oye... Seguro que es mío, cuando tú no
lo has buscado... La sangre se entiende sin necesidad de acercarse...)
—Lunero —dijo el niño cuando despertó de la siesta y vio que el mulato yacía,
agotado, sobre la tierra más húmeda—. Quiero entrar a la casa grande.
Después, cuando todo hubiese terminado, la vieja Ludivinia rompería su silencio y
saldría, como un cuervo sin alas, a gritar por las avenidas de helechos, con los ojos
perdidos en la maleza y levantados, al fin, hacia la Sierra; a extender los brazos hacia la
forma humana que espera encontrar, cegada por la noche desacostumbrada en su
claustro de velas permanentes, detrás de cada rama que le azota el rostro surcado de
venas muertas. Y olería esa conjunción de la tierra y gritaría con su voz sorda los
nombres olvidados y recién aprendidos, se mordería las manos pálidas con rabia, porque
en su pecho algo —los años, la memoria, el pasado que era toda su vida— le diría que
aún existiría un margen de vida fuera de su siglo de recuerdos: una oportunidad de vivir
y querer a otro ser de su sangre: algo que no había muerto con las muertes de Ireneo y
Atanasio. Pero ahora, frente al señor Pedrito, en la recámara que no había abandonado
en treinta y cinco años, Ludivinia creía ser el centro que anudaba la memoria y las
presencias circundantes. El señor Pedrito se acarició la barbilla rala y volvió a hablar,
ahora en voz alta:
—Mamá, usted no sabe...
La mirada de la vieja heló la voz del hijo.
(—¿Qué? ¿Que nada podía durar? ¿Que aquella fuerza se fundaba en las puras
galas, en una injusticia que debía perecer a manos de otra injusticia? ¿Que los enemigos
a quienes mandamos fusilar para seguir siendo los amos; que los enemigos a quienes tu
padre mandó cortar la lengua o las manos para seguir siendo el amo; que los enemigos a
quienes tu padre arrebató las tierras para empezar a ser el amo pasaron un día
victoriosos y prendieron lumbre a nuestra casa; pasaron un día y nos quitaron lo que era
nuestro, lo que teníamos por nuestra fuerza y no por nuestro derecho? ¿Que a pesar de
todo tu hermano se negó a aceptar la disminución y la derrota y siguió siendo Atanasio
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