Page 150 - La muerte de Artemio Cruz
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—Eh... Pedro —el borracho se arrojó sobre la mecedora y abrió las piernas como si
                  hubiera llegado a su puerto de partida—. Se llevan al negro... que es el que nos da de
                  comer... a usted y a mí...
                      —No; un mulato; un mulato y un niño...
                      Ludivinia escuchaba, pero no miraba al espectro que se había instalado a hablarle,
                  porque  no  podía  tener  cuerpo  una  voz  que  se  dejase  escuchar  dentro  de  la  cueva
                  prohibida.
                      —Un mulato, pues; y un niño... ¿eh?
                      —Que a veces corre allá lejos. Lo he visto. Me pone contenta. Es un niño.
                      —Vino el enganchador a avisarme... A quitarme el sueño a pleno rayo de sol... Se
                  llevan al negro... ¿Qué vamos a hacer?
                      —¿Se llevan a un negro? La finca está llena de negros. El coronel dice que son más
                  baratos y trabajan más. Pero si lo quieres tanto, súbele a seis reales.
                      Y permanecieron, estatuas de sal, pensando lo que después habrían querido decir,
                  cuando ya fuese demasiado tarde, cuando el niño ya no estuviese entre ellos. Ludivinia
                  trató de acercar la mirada a la presencia que se negaba a admitir: ¿quién sería el hombre
                  que a propósito, sólo hoy, había desempolvado sus mejores prendas para dar el paso
                  prohibido? Sí: la pechera de holanes, manchada de musgo por el encierro tropical, los
                  pantalones  estrechos,  demasiado  apretados,  demasiado  estrechos  para  la  pequeña
                  barriga de ese cuerpo exhausto.
                      Las  viejas  prendas  no  toleraban  la  verdad  del  sudor  acostumbrado  —tabaco  y
                  alcohol— y los ojos transparentes eran ajenos a toda la afirmación y prestancia que las
                  ropas suponían: los ojos de un borracho sin malicia, ajeno a todo trato desde hace más
                  de  quince  años.  —Ah  —suspiró  Ludivinia,  encaramada  en  su  lecho  revuelto,
                  admitiendo al fin que esa voz tenía un rostro—, ése no es Atanasio, que era como la
                  prolongación  de su madre en la virilidad:  éste  es  la misma madre, pero con barba  y
                  testículos —soñó la vieja—, no la madre como hubiese sido en la hombría, como fue
                  Atanasio; y por eso amó a un hijo y no al otro —suspiró—, al hijo que siempre vivió
                  enraizado en el lugar que les tocó en la tierra y no al que, aun en la derrota de la causa,
                  quiso seguir usufructuando, allá arriba, en los palacios, lo que ya no les correspondía:
                  —tuvo la certeza—: mientras todo fue de ellos, tenían derecho de imponer su presencia
                  al país entero: dudó: —cuando nada era de ellos su lugar estaba dentro de estos cuatro
                  muros.
                      Se contemplaron la madre y el hijo, con la muralla de una resurrección entre ambos.
                      (—¿Vienes a decirme que ya no hay tierras ni grandeza para nosotros, que otros se
                  han aprovechado de nosotros como nosotros nos aprovechamos de los primeros, de los
                  originales  dueños  de  todo?  ¿Vienes  a  contarme  lo  que  sé,  en  mis  adentros,  desde  la
                  primera noche de mi vida de esposa?
                      (—Vengo con un pretexto. Vengo porque ya no quiero estar solo.
                      (—Quisiera recordarte de pequeño. Te quise entonces, porque en la juventud una
                  madre debe querer a todos sus hijos. De viejos sabemos mejor. No hay por qué querer a
                  nadie sin razón. La sangre natural no es una razón. La única razón es la sangre amada
                  sin razón.
                      (—He querido ser fuerte, como mi hermano. He tratado con mano de hierro a ese
                  mulato  y  al  niño;  les  he  prohibido  pisar  la  casa  grande.  Como  hacía  Atanasio,
                  ¿recuerdas? Pero entonces había tantos trabajadores. Hoy sólo quedan el  mulato  y el
                  niño. El mulato se va.
                      (—Te has quedado solo. Me buscas para no estar solo. Crees que yo estoy sola; lo
                  veo en tus  ojillos  compadecidos.  Tonto,  siempre,  y débil:  no mi hijo,  que a nadie le

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