Page 143 - La muerte de Artemio Cruz
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pubertad—, cuando la tierra era grande, las chozas quedaban lejos de la casa y no se
                  sabía  lo  que  pasaba  en  ella,  como  las  cocineras  gordas  y  las  jóvenes  cambujas  que
                  manejaban la escoba y almidonaban las camisas no llevaran sus cuentos hasta el otro
                  mundo de los hombres tostados en los campos tabaqueros. Ahora, todo andaba cerca y
                  en la hacienda angostada por los agiotistas  y los enemigos políticos del antiguo amo
                  muerto,  sólo  quedaban  la  casa  sin  vidrios  y  la  choza  de  Lunero;  y  en  aquélla  sólo
                  suspiraba  el  recuerdo  de  los  criados,  mantenido  por  la  flaca  Baracoa  que  seguía
                  cuidando a la abuela encerrada en el cuarto azul del fondo; en ésta sólo vivían Lunero y
                  el niño y ellos eran los únicos trabajadores.
                      El mulato se sentó sobre el suelo aplanado y dividió el plato de pescado, vaciando la
                  mitad en la olla de barro y conservando la otra sobre la lámina. Le ofreció un mango al
                  niño y él peló un plátano y los dos comieron en silencio. Cuando el pequeño montículo
                  de cenizas se apagó, entró por la única apertura —puerta, ventana, umbral de los perros
                  husmeantes, frontera de las hormigas rojas detenidas por una raya pintada de cal— la
                  nube  pesada  del  convólvulo  que  Lunero  plantó  hace  años  para  disimular  los  adobes
                  pardos de las paredes y enredar la choza en esa fragancia nocturna de flores tubulares.
                  No hablaban. Pero el mulato y el niño sentían esa misma gratitud alegre de estar juntos
                  que  nunca  dirían,  que  nunca,  siquiera,  expresarían  en  una  sonrisa  común,  porque
                  estaban allí no para decir o sonreír, sino para comer y dormir juntos y juntos salir cada
                  madrugada, sin excepción silenciosa, cargada de humedad tropical y juntos cumplir las
                  labores necesarias para ir pasando los días y entregarle a la india Baracoa las piezas que
                  cada sábado compraban la comida de la abuela y las damajuanas del señor Pedrito. Eran
                  hermosos  estos  anchos  botellones  azules  separados  del  calor  por  la  canasta  tejida  de
                  carrizos y el asa de cuero: panzones, de cuello corto y estrecho. El señor Pedrito los iba
                  arrumbando a la entrada de la casa y cada mes Lunero se llegaba al poblado al pie de la
                  sierra con la ancha estaca que en la hacienda usaba para acarrear los baldes de agua y
                  regresaba  con  ella  atravesada  sobre  los  hombros  y  las  damajuanas  amarradas  y
                  colgando, porque la mula de antes se había muerto. Este poblado al pie del monte era la
                  única  vecindad.  Habitado  por  trescientas  personas  y  apenas  distinguible  por  unos
                  manchones  de  teja  entre  el  follaje  que,  al  echar  raíz  la  piedra  de  la  montaña,  se
                  encrespaba en la suave ladera que acompaña al río en su curso hacia el mar cercano.
                      El  niño  salió  de  la  choza  y  corrió  por  el  sendero  de  helechos  que  rodeaban  los
                  troncos  grises  y  suaves  del  mango;  la  pendiente  lodosa  le  condujo,  debajo  del  cielo
                  escondido por la flor roja y el fruto amarillo, a la ribera donde Lunero, a machetazos,
                  abrió un claro junto al río —aquí comenzaba a ensancharse, turbulento aún— para el
                  trabajo  diario.  El  mulato  de  largos  brazos  llegó  fajándose  el  pantalón  de  mezclilla,
                  ancho en sus aberturas extremas, recuerdo de alguna perdida moda marinera. El niño
                  tomó el calzón corto y azul que pasó la noche, secándose al sereno, sobre el círculo de
                  fierro  oxidado  al  que  ahora  se  acercó  Lunero.  Algunas  cortezas  del  manglar  yacían,
                  abiertas y cepilladas, con las bocas dentro del agua. Lunero se detuvo un momento, con
                  los  pies  hundidos  en  el  fango.  Rumbo  al  mar,  el  río  ensanchaba  su  respiración  y
                  acariciaba masas crecientes de helecho y platanar. La maleza parecía más alta que el
                  cielo, porque éste era plano, reverberante, bajo. Los dos sabían qué hacer. Lunero tomó
                  la  lija  y  siguió  puliendo,  con  una  fuerza  que  le bailoteaba  en  los  nervios  gordos  del
                  antebrazo, las cortezas. El niño arrimó un taburete cojo y podrido y lo colocó dentro del
                  círculo  de  fierro,  suspendido  de  un  asta  central  de  madera.  De  las  diez  aperturas
                  horadadas en el círculo colgaban otras tantas mechas de cordón. El niño hizo girar el
                  círculo  y después se agachó para encender el fuego debajo de la cacerola: el arrayán



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