Page 154 - La muerte de Artemio Cruz
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Podía irse así, con la camisa y el pantalón de siempre. ¿Para qué más? Ahora que el
                  sol se perdiera, haría guardia a la entrada de la vereda, para que el hombre del levitón no
                  tuviera que acercarse a la choza.
                      —Sí  —dijo  Ludivinia—;  Baracoa  me  lo  da  a  entender  todo.  Cómo  vivimos  del
                  trabajo del niño y el mulato. ¿Querrás reconocer eso? Que comemos gracias a ellos, ¿Y
                  no sabes qué hacer?
                      La voz real de la anciana era difícil de comprender; tan acostumbrada al murmullo
                  solitario, brotaba con el silencio y la gravedad de un manantial sulfuroso.
                      —...lo que hubieran hecho tu padre y tu hermano: salir a defender a ese mulato y al
                  niño, impedir que se los lleven... si hace falta, dar la vida para que no nos pisoteen...
                  ¿vas a salir tú o voy yo, chingao?... ¡Tráeme al niño!... quiero hablarle...
                      Pero el niño no distinguía las voces, ni siquiera los rostros: sólo las siluetas detrás
                  del velo de encaje, ahora que Ludivinia, con un gesto de impaciencia, le ordenaba al
                  señor Pedrito encender las velas. El niño se alejó de la ventana y buscó, caminando en
                  puntillas, el frente de la casa grande, con sus columnas embarradas de tizne y la terraza
                  olvidada donde colgaba la hamaca de los festines solitarios. Y algo más: sobre el dintel,
                  sostenida  por  dos  ganchos  oxidados,  la  escopeta  que  el  señor  Pedrito  cargó  sobre  la
                  montura aquella noche de 1889 y que desde entonces había conservado aceitada y lista,
                  como último reducto de su cobardía, sabiendo que jamás la usaría.
                      El doble cañón brillaba más que el dintel blanco. El muchacho lo traspasó: lo que
                  fue la sala de la hacienda había perdido el piso y el techo; la luz verde de las primeras
                  horas  nocturnas  entraba  a  chorros,  iluminando  un  suelo  de  hierba  y  cenizas,  donde
                  croaban algunas ranas y, en las esquinas, se había estancado el agua de lluvia. Después
                  se abría el patio de maleza y al fondo una puerta mostraba la línea de luz del cuarto
                  habitado.  Crecían  las  voces  que  venían  desde  allá.  Del  extremo  opuesto  —lo  que
                  quedaba de la vieja cocina— se asomó la india Baracoa, con los ojos incrédulos: el niño
                  escondió el rostro en la sombra de la sala. Salió a la terraza y aprovechó los adobes
                  rotos para alcanzar el dintel y la escopeta. El ruido de las voces aumentó. Llegaban en
                  una mezcla de furia delgada y excusas balbucientes. Por fin, una sombra alta salió de la
                  recámara: los faldones de la levita se chicoteaban con agitación y los botines de cuero
                  tronaban sobre las baldosas del corredor. El muchacho no esperó; sabía el camino que
                  tomarían esos pies; corrió con la escopeta entre los brazos por la vereda que conducía a
                  la choza.
                      Y Lunero ya estaba esperando, lejos de la casa grande y de la choza, en el lugar
                  donde se reunían los caminos de tierra roja. Serían las siete de la noche. Ahora sí no
                  debía  tardar.  Escudriñó  ambas  direcciones  del  camino  ancho.  El  caballo  ese  del
                  enganchador  levantaría  una  polvareda  loca.  Pero  no  ese  estruendo  lejano,  esa  doble
                  explosión que Lunero escuchó a sus espaldas y que por un momento le impidió moverse
                  o pensar.
                      Porque  el  muchacho  se  agazapó  entre  las  frondas  con  la  escopeta  en  las  manos,
                  temeroso de que los pasos lo alcanzaran, y vio pasar los botines apretados, el pantalón
                  plomo y los extremos de la levita: la misma levita de ayer: ya no tuvo dudas, menos
                  cuando  ese  hombre  sin  rostro  entró  a  la  choza  y  gritó:  —¡Lunero!  y  en  su  voz
                  impaciente el muchacho adivinó la irritación y la amenaza que ayer había notado en las
                  actitudes del hombre de la levita que buscó al mulato. ¿Quién iba a buscar al mulato, si
                  no era para llevárselo a la fuerza? Y la escopeta pesaba, con un poder que prolongaba la
                  ira silenciosa del niño: ira porque ahora sabía que la vida tenía enemigos y ya no era ese
                  fluir  ininterrumpido  del  río  y  el  trabajo;  ira  porque  ahora  descubría  la  separación.



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