Page 155 - La muerte de Artemio Cruz
P. 155

Salieron de la choza las piernas empantalonadas, la levita color plomo y él apuntó a lo
                  alto el doble cañón y apretó el gatillo.
                      —¡Cruz! ¡Hijo mío! —gritó Lunero cuando se acercó al rostro destruido del señor
                  Pedrito, a la pechera teñida de rojo, a la sonrisa simulada de la muerte súbita—. ¡Cruz!
                      Y el muchacho, al salir temblando de entre las frondas, no tenía por qué distinguir
                  ese rostro bañado de sangre y pólvora, el rostro de un hombre al que siempre vio de
                  lejos, casi desvestido, con la damajuana empinada y la camiseta agujereada sobre un
                  pecho lampiño y pálido. No era éste aquél, como no era el caballero que descendió de la
                  ciudad de México, elegante y recortado: el que recordaba Lunero; como no era el niño
                  acariciado, hacía sesenta años, por las manos de Ludivinia Menchaca: era sólo una cara
                  sin facciones, una pechera ensangrentada, una mueca estúpida. Sólo las cigarras. Lunero
                  y el niño no se movieron, pero el mulato entendió. El amo murió por él. Y Ludivinia
                  abrió los ojos, se mojó el dedo índice en los labios y apagó la vela de la cabecera: casi a
                  gatas, caminó hacia la ventana. Algo había sucedido. El candil había vuelto a tintinear.
                  Sucedido para siempre. Estremecido por el doble disparo. Escuchó las voces perdidas,
                  hasta que se apagaron y los insectos volvieron a corear. Sólo las cigarras. Baracoa se
                  hizo bola en la cocina; dejó que la lumbre muriese y tembló pensando que los tiempos
                  de la pólvora habían regresado. Tampoco Ludivinia se movió, hasta que en el silencio la
                  venció esa furia delgada que ya no cabía en el encierro de la recámara y salió dando
                  tropezones,  achicada  por  el  cielo  nocturno  que  asomaba  por  todos  los  boquetes  del
                  casco incendiado, pequeña lombriz blanca  y arrugada que extendía los brazos  con la
                  esperanza de tocar una forma humana que durante trece años supo cercana, pero que
                  sólo ahora deseaba tocar y llamar por su nombre, en vez de criarla en el presentimiento:
                  Cruz, Cruz sin nombre ni apellido verdaderos, bautizado por los mulatos, con las sílabas
                  de Isabel Cruz o Cruz Isabel, la madre que fue corrida a palos por Atanasio: la primera
                  mujer  del  lugar  que  le  dio  un  hijo.  La  vieja  desconoció  la  noche;  las  piernas  le
                  temblaron, pero insistió en caminar, en arrastrarse con los brazos abiertos, dispuesta a
                  encontrar el último abrazo de su vida. Pero sólo se acercó ese estruendo de cascos y esa
                  nube  de  polvo.  Sólo  ese  caballo  sudoroso  que  se  detuvo  con  un  relincho  cuando  la
                  forma jorobada de Ludivinia cruzó el camino y el enganchador gritó desde la silla:
                      —¿Dónde se fueron el niño y el negro, vieja taimada? ¿Dónde se fueron, antes de
                  que les suelte a los perros y a la tropa?
                      Y Ludivinia sólo supo responder con un puño nervioso, agitado en la noche y su
                  maldición natural:
                      —Chingao —le dijo al rostro que no alcanzó a ver, alto en la silla—. Chingao —
                  repitió, con el resoplido del caballo cerca del puño levantado.
                      El fuete le cruzó la espalda y Ludivinia cayó por tierra, mientras el caballo giró en
                  redondo, la envolvió en polvo y arrancó lejos de la hacienda.



                      YO sé que me atraviesan la piel del antebrazo con esa aguja; grito antes de sentir
                  dolor alguno; el anuncio de ese dolor viaja a mi cerebro antes de que la piel lo sienta...
                  ah... a prevenirme del dolor que sentiré... a ponerme en guardia para que me dé cuenta...
                  para  que  sienta  el  dolor  con  más  fuerza...  porque...  darse  cuenta...  debilita...  me
                  convierte en víctima... cuando me doy cuenta... de las fuerzas que no me consultarán...
                  no me tomarán en cuenta... ya: los órganos del dolor... más lentos... vencen a los de mi
                  reflejo... dolor que ya no es... el de la inyección... sino el mismo... yo sé... que me tocan
                  el  vientre...  con  cuidado...  el  vientre  abultado...  pastoso...  azul...  lo  tocan...  no  lo
                  aguanto... lo tocan... con esa mano enjabonada... ese rastrillo que me afeita el vientre, el

                 E-book descargado desde  http://mxgo.net  Visitanos y baja miles de e-books Gratis /Página 155
   150   151   152   153   154   155   156   157   158   159   160