Page 32 - La muerte de Artemio Cruz
P. 32
estiró sobre la cama, tocando los barrotes de fierro con las puntas de las manos y de los
pies: se alargó hacia ambos extremos de la cama. Vivían dentro de este cristal negro: la
madrugada aún estaba lejos. El mosquitero no pesaba y los aislaba de todo lo que
quedaba fuera de los dos cuerpos. Abrió los ojos. La mejilla de la muchacha se acercó a
la suya; la barba revuelta raspó la piel de Regina. No bastaba la oscuridad. Los ojos
largos de Regina brillaban, entreabiertos, como una cicatriz negra y luminosa. Respiró
hondo. Las manos de Regina se unieron sobre la nuca del hombre y los perfiles
volvieron a acercarse. El calor de los muslos se fundió en una sola llama. Él respiró:
recámara de blusas y faldones almidonados, de membrillos abiertos sobre la mesa de
nogal, de veladora apagada. Y más cerca, el tufo marino de la mujer humedecida y
blanda. Las uñas hicieron un ruido de gato entre las sábanas; las piernas volvieron a
levantarse, ligeras, para apresar la cintura del hombre. Los labios buscaron el cuello.
Las puntas de los senos temblaron alegremente cuando él acercó sus labios, riendo,
apartando la larga cabellera revuelta. Si Regina hablara: él sintió el aliento cercano y le
tapó los labios con la mano. Sin lengua y sin ojos: sólo la carne muda, abandonada a su
propio placer. Ella lo entendió.
Se apretó más junto al cuerpo del hombre. Su mano descendió al sexo del hombre y
la de él al monte duro y casi lampiño de esta niña: la recordó desnuda, de pie, joven y
dura en su inmovilidad, pero ondulante y suave en cuanto caminaba: a lavarse en
secreto, correr las cortinas, abanicar el brasero. Volvieron a dormir, cada uno poseído
del centro del otro. Sólo las manos, una mano, se movió en el sueño sonriente.
«—Te seguiré.
»—¿En dónde vivirás?
»—Me colaré a cada pueblo antes de que lo tomen. Y allí te esperaré.
»—¿Lo dejas todo?
»—Me llevaré unos cuantos vestidos. Tú me darás para comprar fruta y comida y
yo te esperaré. Cuando entres al pueblo, ya estaré allí. Con un vestido tengo.»
Esa falda que ahora descansaba sobre la silla del cuarto alquilado. Cuando
despierta, le gusta tocarla y tocar también las otras cosas: las peinetas, las zapatillas
negras, los pequeños aretes dejados sobre la mesa. Quisiera, en esos momentos,
ofrecerle algo más que estos días de separaciones y encuentros difíciles. Ya en otras
ocasiones alguna orden imprevista, la necesidad de dar caza al enemigo, alguna derrota
que los hacía retroceder al norte, los separó durante varias semanas. Pero ella, como una
gaviota, parecía distinguir, por encima de las mil incidencias de la lucha y la fortuna, el
movimiento de la marea revolucionaria: si no en el pueblo que habían dicho, aparecería
tarde o temprano en otro. Iría de pueblo en pueblo, preguntando por el batallón,
escuchando las respuestas de los viejos y mujeres que quedaban en las casas: —
«—Hace ya como quince días que pasaron por aquí.
»—Dicen que no quedó ni uno vivo.
»—Quién sabe. Puede que regresen. Dejaron unos cañones olvidados.
»—Tenga cuidado con los federales, que andan tronando a todo el que le da ayuda a
los alzados»
y acabarían por encontrarse de nuevo, como ahora. Ella tendría el cuarto listo, con fruta
y comida, y la falda estaría arrojada sobre una silla. Lo esperaría así, lista como si no
quisiera perder un minuto en las cosas innecesarias. Pero nada es innecesario. Verla
caminar, arreglar la cama, soltarse el pelo. Quitarle las últimas ropas y besar todo el
cuerpo, mientras ella permanece de pie y él se va hincando, recorriéndola con los labios,
saboreando la piel y el vello, la humedad del caracol: recogiendo en la boca los
temblores de la niña erguida que acabará por tomar la cabeza del hombre entre las
E-book descargado desde http://mxgo.net Visitanos y baja miles de e-books Gratis /Página 32

