Page 37 - La muerte de Artemio Cruz
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deseo de regresar  y olvidarlo todo  entre los brazos de Regina. Era como si la esfera
                  inflamada del sol hubiese vencido la presencia cercana de la caballería y el rumor lejano
                  de la cañonada: en vez de ese mundo real, otro, soñado, en el que sólo él y su amor
                  tenían derecho a la vida y razón para salvarla.
                      —¿Te acuerdas de aquella roca que se metía al mar como un barco de piedra?
                      La  contempló  de  nuevo,  deseando  besarla,  temiendo  despertarla,  seguro  de  que
                  contemplándola  ya  la  hacía  suya:  sólo  un  hombre  es  dueño  —pensó—  de  todas  las
                  imágenes  secretas  de  Regina  y  ese  hombre  la  posee  y  jamás  renunciará  a  ella.  Al
                  contemplarla, se contemplaba a sí mismo. Las manos soltaron las riendas: todo lo que
                  es,  todo  su  amor,  está  hundido  en  la  carne  de  esa  mujer  que  los  contiene  a  los  dos.
                  Quisiera regresar...  explicarle cuánto  la ama... los  detalles de sus  sentimientos... para
                  que Regina sepa...
                      El caballo relinchó y se encabritó; el jinete cayó sobre el terreno duro, de tepetate y
                  arbolejos espinosos. Las granadas de los federales llovieron sobre la caballería y él, al
                  levantarse, sólo pudo distinguir, entre el humo, el pecho ardiente de su caballo, la coraza
                  que  detuvo  el  fuego.  Alrededor  del  cuerpo  caído  caracolearon  sin  sentido  más  de
                  cincuenta  caballos:  más  arriba, no había luz:  el  cielo descendió  un peldaño  y era un
                  cielo de pólvora, no más alto que los hombres. Corrió hacia uno de los árboles bajos: las
                  ráfagas de humo escondían más que esas ramas pelonas. A treinta metros, comenzaba
                  un bosque bajo pero tupido. Una gritería sin sentido llegó a sus oídos. Saltó para agarrar
                  las riendas de una montura suelta y trepó una sola pierna sobre las ancas: escondió su
                  cuerpo detrás del caballo y lo acicateó: el caballo galopó y él, con la cabeza colgándole
                  y  los  ojos  llenos  de  su  propio  pelo  revuelto,  se  agarró  a  la  silla  y  a  las  bridas  con
                  desesperación. Desapareció al fin la brillantez de la mañana; la sombra le permitió abrir
                  los ojos, desprenderse de la carne del animal y rodar hasta pegar contra un tronco.
                      Y allí  volvió a sentir lo de antes.  Le rodeaban  todos los  rumores  confusos de la
                  batalla,  pero  entre  la  cercanía  y  el  rumor  que  llegaba  a  sus  oídos,  se  interpuso  una
                  distancia insalvable: aquí, la leve agitación de las ramas, los movimientos escabullidos
                  de las lagartijas, se escuchaban minuciosamente. Solo, reclinado contra el tronco, volvió
                  a sentir esa vida dulce, serena, que fluía con languidez por su sangre: ese bienestar del
                  cuerpo que se imponía a cualquier intento rebelde del pensamiento. ¿Sus hombres? El
                  corazón latió parejo, sin sobresaltos. ¿Lo estarían buscando? Los brazos, las piernas se
                  sintieron contentos, limpios, cansados. ¿Qué harían sin sus órdenes? Los ojos buscaron,
                  entre  el  techo  de  hojas,  el  vuelo  escondido  de  algún  pájaro.  ¿Habrían  perdido  la
                  disciplina; correrían, ellos también, a esconderse en este bosquecillo providencial? Pero
                  a  pie  no  podía  cruzar  de  nuevo  la  montaña.  Debía  esperar  aquí.  ¿Y  si  lo  tomaban
                  prisionero?  Ya  no  pudo  pensar:  un  quejido  apartó  las  ramas,  cerca  del  rostro  del
                  teniente, y un hombre se desplomó entre sus brazos: sus brazos lo rechazaron por un
                  instante y en seguida volvieron a tomar ese cuerpo del cual colgaba un trapo rojo, sin
                  fuerza, de carnes rasgadas. El herido apoyó la cabeza en el hombro del compañero:
                      —Están... dando... duro...
                      Sintió el brazo destruido sobre su espalda, manchándola y escurriendo una sangre
                  azorada. Trató de apartar el rostro torcido de dolor: pómulos altos, boca abierta, ojos
                  cerrados, bigote y barba revueltos, cortos, como los suyos. Si tuviese los ojos verdes,
                  sería su gemelo...
                      —¿Hay salida? ¿Estamos perdiendo? ¿Sabes algo de los de la caballería? ¿Se han
                  retirado?
                      —No... no... se han ido... pa'lante.



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