Page 97 - La muerte de Artemio Cruz
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—Es cierto; cuesta trabajo.
                      —¿Sabes? Ahora, mientras hablábamos...
                      —¿Sí?
                      —Bueno; me repetí unos nombres. ¿Sabes? Ya no me suenan; ya no quieren decir
                  nada.
                      —Va a amanecer.
                      —No te fijes.
                      —Me suda mucho la espalda.
                      —Dame el cigarro. ¿Qué pasó?
                      —Perdón. Toma. Puede que no se sienta nada.
                      —Eso dicen.
                      —¿Quién lo dice, Cruz?
                      —Seguro. Los que matan.
                      —¿Te importa mucho?
                      —Pues...
                      —¿Por qué no piensas en...?
                      —¿Qué? ¿Que todo va a seguir igual, aunque nos maten?
                      —No, no pienses para adelante, sino para atrás. Yo pienso en todos los que ya han
                  muerto en la revolución.
                      —Sí;  recuerdo  a  Bule,  Aparicio,  Gómez,  el  capitán  Tiburcio  Amarillas...  a  unos
                  cuantos.
                      —Apuesto  que  no  le  sabes  el  nombre  ni  a  veinte.  Y  no  sólo  a  ellos.  ¿Cómo  se
                  llamaban  todos  los  muertos?  No  sólo  los  de  esta  revolución;  los  de  todas  las
                  revoluciones y todas las guerras y hasta los muertos en su cama. ¿Quién se acuerda de
                  ellos?
                      —Mira: dame un cerillo.
                      —Perdón.
                      —Ahora sí ya salió la luna.
                      —¿Quieres verla? Si te apoyas en mis hombros, puedes alcanzar...
                      —No. No vale la pena.
                      —Menos mal que me quitaron el reloj.
                      —Sí.
                      —Quiero decir, para no llevar la cuenta.
                      —Seguro, sí entendí.
                      —La noche pareció más... más larga...
                      —Pinche meadera ésta.
                      —Mira al yaqui. Se durmió. Menos mal que nadie mostró miedo.
                      —Ahora, otro día metidos aquí.
                      —Quién sabe. De repente entran al rato.
                      —Éstos no. Les gusta su juego. Hay demasiada costumbre de fusilar al alba. Van a
                  jugar con nosotros.
                      —¿No que era tan impulsivo?
                      —Villa sí. Zagal, no.
                      —Cruz... ¿que no es como muy absurdo?
                      —¿Qué?
                      —Morir a manos de uno de los caudillos y no creer en ninguno de ellos.
                      —¿Qué, iremos los tres juntos o nos sacarán uno por uno?
                      —Es más fácil de un jalón, ¿qué, no? Tú eres el militar.
                      —¿No se te ocurre ninguna treta?

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