Page 98 - La muerte de Artemio Cruz
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—¿Te cuento una cosa? Mira que es para morirse de risa.
—¿Qué cosa?
—No te lo diría si no estuviera seguro que de aquí no salgo. Carranza me mandó en
esta misión con el puro objeto de que me agarraran y fueran ellos los responsables de mi
muerte. Se le metió en la cabeza que más le valía un héroe muerto que un traidor vivo.
—¿Tú traidor?
—Depende de cómo lo mires. Tú nada más has andado en las batallas; has
obedecido y nunca has dudado de tus jefes.
—Seguro. Se trata de ganar la guerra. Qué, ¿tú no estás con Obregón y Carranza?
—Como podía estar con Zapata o Villa. No creo en ninguno.
—¿Y entonces?
—Ése es el drama. No hay más que ellos. No sé si te acuerdas del principio. Fue
hace tan poco, pero parece tan lejano... cuando no importaban los jefes. Cuando esto se
hacía no para elevar a un hombre, sino a todos.
—¿Quieres que hable mal de la lealtad de nuestros hombres? Si eso es la
revolución, no más: lealtad a los jefes.
—Sí. Hasta el yaqui, que primero salió a pelear por sus tierras, ahora sólo pelea por
el general Obregón y contra el general Villa. No, antes era otra cosa. Antes de que esto
degenerara en facciones. Pueblo por donde pasaba la revolución era pueblo donde se
acababan las deudas del campesino, se expropiaba a los agiotistas, se liberaba a los
presos políticos y se destruía a los viejos caciques. Pero ve nada más cómo se han ido
quedando atrás los que creían que la revolución no era para inflar jefes sino para liberar
al pueblo.
—Ya habrá tiempo.
—No, no lo habrá. Una revolución empieza a hacerse desde los campos de batalla,
pero una vez que se corrompe, aunque siga ganando batallas militares ya está perdida.
Todos hemos sido responsables. Nos hemos dejado dividir y dirigir por los
concupiscentes, los ambiciosos, los mediocres. Los que quieren una revolución de
verdad, radical, intransigente, son por desgracia hombres ignorantes y sangrientos. Y los
letrados sólo quieren una revolución a medias, compatible con lo único que les interesa:
medrar, vivir bien, sustituir a la élite de don Porfirio. Ahí está el drama de México.
Mírame a mí. Toda la vida leyendo a Kropotkin, a Bakunin, al viejo Plejanov, con mis
libros desde chamaco, discute y discute. Y a la hora de la hora, tengo que afiliarme con
Carranza porque es el que parece gente decente, el que no me asusta. ¿Ves qué
mariconería? Les tengo miedo a los pelados, a Villa y a Zapata... —Continuaré siendo
una persona imposible mientras las personas que hoy son posibles sigan siendo
posibles...—Ah, sí. Cómo no.
—Te descaras a la hora de la muerte...
—«Tal es el defecto radical de mi carácter: el amor por lo fantástico, las aventuras
nunca vistas, las empresas que abren horizontes infinitos e imprevisibles...» Ah, sí.
Cómo no.
—¿Por qué nunca dijiste eso allá afuera?
—Se lo dije desde el año ’13 a Iturbe, a Lucio Blanco, a Buelna, a todos los
militares honrados que nunca pretendieron convertirse en caudillos. Por eso no supieron
pararle el juego a Carranza, que toda su vida se ha dedicado a sembrar cizaña y a
dividir, porque de otra manera, ¿quién no le iba a comer el mandado, viejo mediocre?
Por eso ascendía a los mediocres, a los Pablo González, a los que no podían hacerle
sombra. Así dividió a la revolución, la convirtió en guerra de facciones.
—¿Y por eso te mandaron a Perales?
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