Page 48 - 20 LABERINTO DE LA SOLEDAD--OCTAVIO PAZ
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religiosa y la presencia imborrable de los mitos indígenas. Antes del nacimiento de Cristo, el sol —
                  ojo de Dios— no calienta. El astro es un atributo de la divinidad. De ahí que el chamula repita que
                  gracias a la presencia de Dios la naturaleza se pone en marcha. ¿No es ésta una versión, muy
                  deformada, del hermoso mito de la creación del mundo? En Teotihuacán los dioses también se
                  enfrentan al problema del astro-fuente-de-vida. Y sólo el sacrificio de Quetzalcóatl pone en
                  movimiento al sol y salva al mundo del incendio sagrado. La persistencia del mito precortesiano
                  subraya la diferencia entre la concepción cristiana y la indígena; Cristo salva al mundo porque nos
                  redime y lava la mancha del pecado original. Quetzalcóatl no es tanto un dios redentor como re-
                  creador. La noción del pecado para los indios está todavía ligada a la idea de salud y enfermedad,
                  personal, social y cósmica. Para el cristiano se trata de salvar el alma individual, desprendida del
                  grupo y del cuerpo. El cristianismo condena al mundo; el indio sólo concibe la salvación personal
                  como parte de la del cosmos y de la sociedad.
                     Nada ha trastornado la relación filial del pueblo con lo Sagrado, fuerza constante que da
                  permanencia a nuestra nación y hondura a la vida afectiva de los desposeídos. Pero nada tampoco
                  ha logrado hacerla más despierta y fecunda, ni  siquiera la mexicanización del catolicismo, ni
                  siquiera la Virgen de Guadalupe. Por eso los mejores no han vacilado en desprenderse del cuerpo de
                  la Iglesia y salir a la intemperie. Allí, en la soledad y desnudez del combate espiritual, han respirado
                  un poco de ese  «aire  religioso fresco»  que pedía Jorge Cuesta.

                     LA ÉPOCA de Carlos II es una de las más tristes y vacías de la Historia de España. Todas sus
                  reservas espirituales habían  sido devoradas por el fuego de  una vida y un arte dinámicos,
                  desgarrados por los extremos y las antítesis. La decadencia de la cultura española en la Península
                  coincide con su mediodía en América. El arte barroco alcanza un momento de plenitud en este
                  período. Los mejores no sólo escriben poesía. Se interesan por la astronomía, la física o la
                  antigüedad americana. Espíritus despiertos en una sociedad inmovilizada por la letra, presagian otra
                  época y otras preocupaciones, al mismo tiempo que llevan hasta  sus últimas consecuencias las
                  tendencias estéticas de su tiempo. Y en todos  ellos se dibuja una cierta oposición entre sus
                  concepciones religiosas y las exigencias de su curiosidad y rigor intelectuales. Algunos emprenden
                  una imposible síntesis. Sor Juana, por ejemplo, emprende la composición del Primer Sueño, tenta-
                  tiva por conciliar ciencia y poesía, barroquismo e iluminismo.
                     Sería inexacto identificar el drama de esta generación con el que desgarra a sus contemporáneos
                  europeos y que el siglo XVIII hará patente. El conflicto que los habita —y que acaba por reducirlos
                  al silencio— no es tanto el de la fe y la razón como el de la petrificación de unas creencias que
                  habían perdido toda su frescura y fertilidad y que, por lo tanto, eran incapaces de satisfacer lo que
                  su apetito espiritual les pedía. Edmundo O'Gorman plantea así los términos del conflicto: "estado
                  intermedio en que la razón hace  estragos en la calma y en que  ya no basta el consuelo de la
                  religión". Pero no bastan los consuelos de la fe porque se trata de una fe inmóvil y seca. La crítica
                  de la razón vendrá, en América, más tarde. O'Gorman precisa el carácter de la disyuntiva como
                  sigue: "tener fe en Dios y en la razón a un mismo tiempo es vivir con el ser arraigado, desgarrado si
                  se prefiere, en la posibilidad real, única, extremosa y contradictoria, constituida por dos posibles
                  imposibles del existir humano". Esta penetrante descripción es válida si se atenúan los polos de esas
                  imposibles posibilidades. Pues no se puede negar la autenticidad de los sentimientos religiosos de
                  esa generación, pero tampoco su inmovilidad y cansancio. Y, por lo que toca al otro término de la
                  disyuntiva, no se debe exagerar el racionalismo de Sigüenza o de Sor Juana, que nunca tuvieron
                  plena conciencia del problema que empezaba a escindir los espíritus. La lucha me parece que se
                  entabla entre su vitalidad intelectual, su ansia por saber y penetrar en mundos mal explorados, y la
                  ineficacia de los instrumentos que les proporcionaban la teología y la cultura novohispana. Su con-
                  flicto transparenta el de la sociedad colonial, que no dudaba tampoco,  pero que no acertaba a
                  expresar su intimidad a través de formas petrificadas. El orden colonial fue un orden impuesto de
                  arriba hacia abajo; sus formas sociales, económicas, jurídicas y religiosas eran inmutables. Sociedad




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