Page 63 - 20 LABERINTO DE LA SOLEDAD--OCTAVIO PAZ
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el hombre es una posibilidad de ser, malograda por la injusticia? La noción mítica de una "edad de
                  oro" interviene aquí: hubo una vez, en alguna parte del mundo y en algún momento de la Historia,
                  un estado social que permitía al hombre expresarse y realizarse. Esa edad prefigura y profetiza la
                  nueva que el revolucionario se propone crear. Casi siempre la utopía supone la previa existencia, en
                  un pasado remoto, de una "edad de oro" que justifica y hace viable la acción revolucionaria.
                     La originalidad del Plan de Ayala consiste en que esa "edad de oro" no es una simple creación de
                  la razón, ni una hipótesis. El movimiento agrario mexicano exige la restitución de las tierras a través
                  de un requisito legal: los  títulos correspondientes. Y si prevé el reparto de tierras lo hace para
                  extender los beneficios de una situación tradicional a todos los campesinos y pueblos que no poseen
                  títulos. El movimiento zapatista tiende a rectificar la Historia de México y el sentido mismo de la
                  Nación, que ya no será el proyecto histórico del liberalismo. México no se concibe como un futuro
                  que realizar, sino como un regreso a los orígenes. El radicalismo de la Revolución mexicana
                  consiste en su originalidad, esto es, en volver a nuestra raíz, único fundamento de nuestras
                  instituciones. Al hacer del calpulli el elemento básico de nuestra organización económica y social,
                  el zapatismo no sólo rescataba la parte válida de la tradición colonial, sino que afirmaba que toda
                  construcción política de veras fecunda debería partir de la porción más antigua, estable y duradera
                  de nuestra nación: el pasado indígena.
                     El tradicionalismo de Zapata muestra la profunda conciencia histórica de este hombre, aislado en
                  su pueblo y en su raza. Su aislamiento, que no le permitió acceder a las ideas que manejaban los
                  periodistas y tinterillos de la época, en busca de generales que asesorar, soledad de la semilla
                  encerrada, le dio fuerzas y hondura para tocar la simple verdad. Pues la verdad de la Revolución era
                  muy simple y consistía en la insurgencia de la realidad mexicana, oprimida por los esquemas del
                  liberalismo tanto como por los abusos de conservadores y neo-conservadores.
                     El zapatismo fue una vuelta a la más antigua y permanente de nuestras tradiciones. En un sentido
                  profundo niega la obra de la Reforma, pues constituye un regreso a ese mundo del que, de un solo
                  tajo, quisieron desprenderse los liberales. La  Revolución se convierte en una tentativa por
                  reintegrarnos a nuestro pasado. O, como diría Leopoldo Zea, por "asimilar nuestra historia", por
                  hacer de ella algo vivo: un pasado hecho ya presente. Contrasta esta voluntad de integración y
                  regreso a las fuentes, con la actitud de los intelectuales de la época que no solamente se mostraron
                  incapaces de adivinar el sentido del movimiento revolucionario, sino que seguían especulando con
                  ideas que no tenían más función que la de máscaras.
                     La incapacidad de la "inteligencia" mexicana para formular en un sistema coherente las confusas
                  aspiraciones populares se hizo patente apenas la Revolución dejó de ser un hecho instintivo y se
                  convirtió en un régimen. El zapatismo y el villismo —las dos faccciones gemelas, la cara Sur y la
                  cara Norte— eran explosiones populares con escaso poder para integrar sus verdades, más sentidas
                  que pensadas, en un plan orgánico. Eran un punto de partida, un signo oscuro y balbuceante de la
                  voluntad revolucionaria. La facción triunfante —el carrancismo— tendía, por una parte, a superar
                  las limitaciones de sus dos enemigos; por la otra, a negar la espontaneidad popular, única fuente de
                  salud revolucionaria, restaurando el cesarismo. Toda revolución desemboca en la adoración a los
                  jefes; Carranza, el Primer Jefe, el primero de los Césares revolucionarios, profetiza el "culto a la
                  personalidad", eufemismo con que se designa la moderna idolatría política. (Ese culto, continuado
                  por Obregón y Calles, aún rige nuestra vida política, aunque limitado por la prohibición de reelegir
                  a los presidentes y otros funcionarios.) Al mismo tiempo, los revolucionarios que rodeaban a
                  Carranza —especialmente Luis Cabrera, uno de los hombres más lúcidos del período revolucio-
                  nario— se esfuerzan por articular y dar coherencia a las instintivas reivindicaciones populares. En
                  ese momento se hizo patente la insuficiencia ideológica de la Revolución. El resultado fue un
                  compromiso: la Constitución de 1917. Era imposible volver al mundo precortesiano; imposible,
                  asimismo, regresar a la tradición colonial. La Revolución no tuvo más remedio que hacer suyo el
                  programa de los liberales, aunque con ciertas modificaciones. La adopción del esquema liberal no
                  fue sino consecuencia de la falta de ideas de los revolucionarios. Las que la "inteligencia" mexicana




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