Page 58 - 20 LABERINTO DE LA SOLEDAD--OCTAVIO PAZ
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la componían —casi todos habían logrado la riqueza y el poder durante el período inmediatamente
posterior a la guerra de Reforma— pero que históricamente no hace sino heredar y sustituir a la
aristocracia feudal de la Colonia. Por lo tanto, si la función de la filosofía positivista es parecida
aquí y allá, la relación histórica y humana que se establece entre esa doctrina y la burguesía europea
es distinta a la que se constituye en México entre "neofeudales" y positivismo.
El porfirismo adopta la filosofía positivista, no la engendra. Así, se encuentra en una situación de
dependencia más grave que la de los liberales y teólogos coloniales, pues ni asume ante ella una
posición crítica ni la abraza con entera buena fe. En algunos casos se trata de uno de esos actos que
Antonio Caso, siguiendo a Tarde, llamaba de "imitación extralógica": innecesario, superfluo y
contrario a la condición del imitador. Entre el sistema y el que lo adopta se abre así un abismo, muy
sutil si se quiere, pero que hace imposible toda relación auténtica con las ideas, que se convierten a
veces en máscaras. El porfirismo. en efecto, es un período de inautenticidad histórica. Santa-Ana
cambia alegremente de disfraces: es el actor que no cree en lo que dice. El porfirismo se esfuerza
por creer, se esfuerza por hacer suyas las ideas adoptadas. Simula, en todos los sentidos de la
palabra.
La simulación porfirística era particularmente grave, pues al abrazar el positivismo se apropiaba
de un sistema que históricamente no le correspondía. La clase latifundista no constituía el
equivalente mexicano de la burguesía europea, ni su tarea tenía relación alguna con la de su modelo.
Las ideas de Spencer y Stuart Mili reclamaban como clima histórico el desarrollo de la gran in-
dustria, la democracia burguesa y el libre ejercicio de la actividad intelectual. Basada en la gran
propiedad agrícola, el caciquismo y la ausencia de libertades democráticas, la dictadura de Díaz no
podía hacer suyas esas ideas sin negarse a sí misma o sin desfigurarlas. El positivismo se convierte
así en una superposición histórica bastante más peligrosa que todas las anteriores, porque estaba
fundada en un equívoco. Entre los terratenientes y sus ideas políticas y filosóficas se levantaba un
invisible muro de mala fe. El desarraigo del porfirismo procede de este equívoco.
El disfraz positivista no estaba destinado a engañar al pueblo, sino a ocultar la desnudez moral
del régimen a sus mismos usufructuarios. Pues esas ideas no justificaban las jerarquías sociales ante
los desheredados (a quienes la religión católica reservaba un sitio de elección en el más allá y el
liberalismo otorgaba la dignidad de hombres). La nueva filosofía no tenía nada que ofrecer a los
pobres; su función consistía en justificar la conciencia —la mauvaise conscience— de la burguesía
europea. En México el sentimiento de culpabilidad de la burguesía europea se teñía de un matiz
particular, por una doble razón histórica: los neofeudales eran al mismo tiempo los herederos del
liberalismo y los sucesores de la aristocracia colonial. La herencia intelectual y moral de los prin-
cipios de la Reforma y el usufructo de los bienes de la Iglesia tenían que producir en el grupo
dominante un sentimiento de culpa muy profundo. Su gestión social era el fruto de una usurpación y
un equívoco. Pero el positivismo no remediaba ni atenuaba esta vergonzosa condición. Al contrario,
la enconaba, puesto que no hundía sus raíces en la conciencia de los que lo adoptaban. Mentira e
inautenticidad son así el fondo psicológico del positivismo mexicano.
A su manera, la Dictadura completa la obra de la Reforma. Gracias a la introducción de la
filosofía positivista la nación rompe sus últimos vínculos con el pasado. Si la Conquista destruye
templos, la Colonia erige otros. La Reforma niega la tradición, mas nos ofrece una imagen universal
del hombre. El positivismo no nos dio nada. En cambio, mostró en toda su desnudez a los principios
liberales: hermosas palabras inaplicables. El esquema de la Reforma, el gran proyecto histórico
mediante el cual México se fundaba a sí mismo como una nación destinada a realizarse en ciertas
verdades universales, queda reducido a sueño y utopía. Y sus principios y leyes se convierten en un
armazón rígido, que ahoga nuestra espontaneidad y mutila nuestro ser. Al cabo de cien años de
luchas el pueblo se encontraba más solo que nunca, empobrecida su vida religiosa, humillada su
cultura popular. Habíamos perdido nuestra filiación histórica.
La imagen que nos ofrece México al finalizar el siglo XIX es la de la discordia. Una discordia
más profunda que la querella política o la guerra civil, pues consistía en la superposición de formas
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