Page 72 - 20 LABERINTO DE LA SOLEDAD--OCTAVIO PAZ
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deshacer el español y a recrearlo para que se vuelva mexicano, sin dejar de ser español. Nuestra
                  fidelidad al lenguaje, en suma, implica fidelidad a nuestro pueblo y fidelidad a una tradición que no
                  es nuestra totalmente sino por un acto de violencia intelectual. En la escritura de Reyes viven los
                  dos términos de este extremoso deber. Por eso, en sus mejores momentos, su obra consiste en la
                  invención de un lenguaje y de una forma universales y capaces de contener, sin ahogarlos y sin des-
                  garrarse, todos nuestros inexpresados conflictos.
                     Reyes se enfrenta al lenguaje como problema artístico y ético. Su obra no es un modelo o una
                  lección, sino un estímulo. Por eso nuestra actitud  ante el lenguaje no puede ser diversa a la de
                  nuestros predecesores: también a nosotros, y más  radicalmente que a ellos, puesto que tenemos
                  menos ilusiones en unas ideas que la cultura occidental soñó eternas, la vida y la historia de nuestro
                  pueblo se nos presentan como una voluntad que se empeña en crear la Forma que la exprese y que,
                  sin traicionarla, la trascienda. Soledad y Comunión, Mexicanidad y Universalidad, siguen siendo los
                  extremos que devoran al mexicano. Los términos de este conflicto habitan no sólo nuestra intimidad
                  y coloran con un matiz especial, alternativamente sombrío y brillante, nuestra conducta privada y
                  nuestras relaciones con los demás, sino que yacen en el fondo de todas nuestras tentativas políticas,
                  artísticas y sociales. La vida del mexicano es un continuo desgarrarse entre ambos extremos, cuando
                  no es un inestable y penoso equilibrio.

                     TODA LA HISTORIA de México, desde la Conquista hasta la Revolución, puede verse como una
                  búsqueda de nosotros mismos, deformados o enmascarados por instituciones extrañas, y de una
                  Forma que nos exprese. Las sociedades precortesianas lograron creaciones muy ricas y diversas,
                  según se ve por lo poco que dejaron en pie los españoles, y por las revelaciones que cada día nos
                  entregan los arqueólogos y antropólogos. La Conquista destruye esas formas y superpone la
                  española. En la cultura española laten dos direcciones, conciliadas pero no fundidas enteramente
                  por el Estado español: la tradición medieval, castiza, viva en  España hasta nuestros días, y una
                  tradición universal, que España se apropia y hace suya antes de la Contrarreforma. Por obra del
                  catolicismo, España logra en la esfera del arte una síntesis afortunada de ambos elementos. Otro
                  tanto puede decirse de algunas instituciones y  nociones de Derecho político, que intervienen
                  decisivamente en la constitución de la sociedad colonial y en el estatuto otorgado a los indios y a
                  sus comunidades. Debido al carácter universal de la religión católica, que era, aunque lo olviden
                  con frecuencia fieles y adversarios, una religión para todos y especialmente para los desheredados y
                  los huérfanos, la sociedad colonial logra convertirse por un momento en un orden. Forma y
                  sustancia pactan. Entre la realidad y las instituciones, el pueblo y  el poder, el arte y la vida, el
                  individuo y la sociedad, no hay un muro o una fosa sino que todo se corresponde y unos mismos
                  conceptos y una misma voluntad rigen los ánimos. El hombre, por más humilde que sea su
                  condición, no está solo. Ni tampoco lo está la sociedad. Mundo y trasmundo, vida y muerte, acción
                  y contemplación, son experiencias totales y no actos o conceptos aislados. Cada fragmento participa
                  de la totalidad y ésta vive en cada una de las partes. El orden precortesiano fue reemplazado por una
                  Forma universal, abierta a la participación y a la comunión de todos los fieles.
                     La parálisis de la sociedad colonial y su final petrificación en una máscara piadosa o feroz,
                  parece ser hija de una circunstancia que pocas veces ha sido  examinada: la decadencia del
                  catolicismo europeo, en tanto que manantial de la cultura occidental, coincidió con su expansión y
                  apogeo en Nueva España. La vida religiosa, fuente de creación en otra época, se reduce para los
                  más a inerte participación. Y, para los menos, oscilantes entre la curiosidad y la fe, a tentativas
                  incompletas, juegos de ingenio y, al final, silencio y sopor. O para decirlo en otros términos: el
                  catolicismo se ofrece a la inmensa masa indígena como un refugio. La orfandad que provoca la
                  ruptura de la Conquista se resuelve en un regresar a las oscuras entrañas maternas. La religiosidad

                  colonial es una vuelta a la vida prenatal, pasiva, neutra y satisfecha. La minoría, que intenta salir al
                  aire fresco del mundo, se ahoga, enmudece o retrocede.
                     La Independencia, la Reforma y la Dictadura son distintas, contradictorias fases de una misma




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