Page 74 - 20 LABERINTO DE LA SOLEDAD--OCTAVIO PAZ
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este campo los estudios de Leopoldo Zea y Edmundo O'Gorman. El problema que preocupa a
                  O'Gorman es el de saber qué clase de ser histórico es lo que llamamos América. No es una región
                  geográfica, no es tampoco un pasado y, acaso, ni siquiera un presente. Es una idea, una invención
                  del espíritu europeo. América es una utopía, es decir, es el momento en que el espíritu europeo se
                  universaliza, se desprende de sus particularidades históricas y se concibe a sí mismo como una idea
                  universal que, casi milagrosamente, encama y se  afinca en una tierra y  un tiempo preciso: el
                  porvenir. En América la cultura europea se concibe como unidad superior. O'Gorman acierta
                  cuando ve a nuestro continente como la actualización del espíritu europeo, pero ¿qué ocurre con
                  América como ser histórico autónomo al enfrentarse a la realidad europea? Esta pregunta parece ser
                  el tema esencial de Leopoldo Zea. Historiador del pensamiento hispanoamericano —y, asimismo,
                  crítico independiente aun en el campo de la política diaria— Zea afirma que, hasta hace poco,
                  América fue el monólogo de Europa, una de las formas históricas en que encarnó su pensamiento;
                  hoy ese monólogo tiende a convertirse en diálogo. Un diálogo que no es puramente intelectual sino
                  social, político y vital. Zea ha estudiado la enajenación americana, el no ser nosotros mismos y el
                  ser pensados por otros. Esta enajenación —más que nuestras particularidades— constituye nuestra
                  manera propia de ser. Pero se trata de una situación universal, compartida por todos los hombres.
                  Tener conciencia de esto es empezar a tener  conciencia de nosotros mismos. En efecto, hemos
                  vivido en la periferia de la historia. Hoy el centro, el núcleo  de la sociedad mundial, se ha
                  disgregado y todos nos hemos convertido en seres periféricos, hasta los europeos y los nor-
                  teamericanos. Todos estamos al margen porque ya no hay centro.
                     Otros escritores jóvenes se ocupan en desentrañar el sentido de nuestras actitudes vitales. Una
                  gran avidez por conocernos, con rigor y sin complacencias, es el mérito mayor de muchos de estos
                  trabajos. Sin embargo, la mayor parte de los componentes de este grupo —especialmente Emilio
                  Uranga, su principal inspirador— ha comprendido que el tema del mexicano sólo es una parte de
                  una larga reflexión sobre algo más vasto: la enajenación histórica de los pueblos dependientes y, en
                  general, del hombre.
                     Toda reflexión filosófica debe poseer autenticidad, esto es, debe ser un pensar a la intemperie un
                  problema concreto. Sólo así el objeto de la reflexión puede convertirse en un tema universal.
                  Nuestro tiempo parece propicio a una empresa de este rango. Por primera vez, México no tiene a su
                  disposición un conjunto de ideas universales que justifiquen nuestra situación. Europa, ese almacén
                  de ideas hechas, vive ahora como nosotros: al día. En un sentido estricto, el mundo moderno no
                  tiene ya ideas. Por tal razón el mexicano se sitúa ante su realidad como todos los hombres
                  modernos: a solas. En esta desnudez encontrará  su verdadera universalidad, que ayer fue mera
                  adaptación del pensamiento europeo. La autenticidad de la reflexión hará que la mexicanidad de esa
                  filosofía resida sólo en el acento, el énfasis o el estilo del filósofo, pero no en el contenido de su
                  pensamiento. La mexicanidad será una máscara que, al caer, dejará ver  al fin al hombre. Las
                  circunstancias actuales de México transforman así el proyecto de  una filosofía mexicana en la
                  necesidad de pensar por nosotros mismos unos problemas que ya no son exclusivamente nuestros,
                  sino de todos los hombres. Esto es, la filosofía mexicana, si de veras lo es, será simple y llanamente
                  filosofía, a secas.
                     La conclusión anterior puede corroborarse si se examina históricamente el problema. La
                  Revolución mexicana puso en entredicho nuestra tradición intelectual. El movimiento
                  revolucionario mostró que todas las ideas y concepciones que nos habían justificado en el pasado
                  estaban muertas o mutilaban nuestro ser. La Historia universal, por otra parte, se nos ha echado
                  encima y nos ha planteado directamente muchos problemas y cuestiones que antes nuestros padres
                  vivían de reflejo. Pese a nuestras singularidades nacionales —superposición de tiempos históricos,
                  ambigüedad de nuestra tradición, semicolonialismo, etc.—, la situación de México no es ya distinta
                  a la de los otros países. Acaso por primera vez en la historia la crisis de nuestra cultura es la crisis
                  misma de la especie. La melancólica reflexión de Valéry ante los cementerios de las civilizaciones
                  desaparecidas nos deja ahora indiferentes, porque no es la cultura occidental la que mañana puede




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