Page 81 - 20 LABERINTO DE LA SOLEDAD--OCTAVIO PAZ
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inesperada, que desafía la famosa lógica de la historia. Desde los socialistas utópicos se había
                  afirmado que la clase obrera sería el agente principal de la historia mundial. Su función consistiría
                  en realizar una revolución en los países más adelantados y crear así las bases de la liberación del
                  hombre. Cierto, Lenin pensó que  era posible dar un salto histórico y confiar a la dictadura del
                  proletariado la tarea histórica de la burguesía: el desarrollo industrial. Creía, probablemente, que las
                  revoluciones en los países atrasados precipitarían y aun desencadenarían el cambio revolucionario
                  en los países capitalistas. Se trataba de romper la cadena imperialista por el eslabón más débil...
                     Como es sabido, el esfuerzo que realizan los países "subdesarrollados" por industrializarse es, en
                  cierto sentido, antieconómico e impone grandes sacrificios a la población. En realidad, se trata de
                  un recurso heroico, en vista de la imposibilidad de elevar el nivel de vida de los pueblos por otros
                  medios. Ahora bien, como solución mundial la autarquía es, a la  postre, suicida; como remedio
                  nacional, es un costoso experimento que pagan los obreros, los consumidores y los campesinos.
                  Pero el nacionalismo de los países "subdesarrollados" no es una respuesta lógica sino la explosión
                  fatal de una situación que las  naciones "adelantadas" han hecho  desesperada y sin salida. En
                  cambio, la dirección racional de la economía mundial —es decir, el socialismo— habría creado eco-
                  nomías complementarias y no sistemas rivales. Desaparecido el imperialismo y el mercado mundial
                  de precios regulado, es decir, suprimido el lucro, los pueblos "subdesarrollados" hubieran contado
                  con los recursos necesarios para llevar a cabo su transformación económica. La revolución
                  socialista en Europa y los Estados Unidos habría facilitado el tránsito —ahora sí de una manera ra-
                  cional y casi insensible— de todos los pueblos "atrasados" hacia el mundo moderno.
                     La historia del siglo XX hace dudar, por lo menos, del valor de estas hipótesis revolucionarias y,
                  en primer término, de la función universal de  la clase obrera como encarnación del destino del
                  mundo. Ni con la mejor buena voluntad se puede afirmar que el proletariado ha sido el agente
                  decisivo en los cambios históricos de este siglo.
                     Las grandes revoluciones de nuestra época —sin  excluir a la soviética— se han realizado en
                  países atrasados y los obreros han representado un segmento, casi nunca determinante, de grandes
                  masas populares compuestas por campesinos, soldados, pequeña burguesía y miles de seres
                  desarraigados por las guerras y las crisis. Esas masas informes han sido organizadas por pequeños
                  grupos de profesionales de la revolución o del "golpe de Estado". Hasta las contrarrevoluciones,
                  como el fascismo y el nazismo, se ajustan a este esquema. Lo más desconcertante, sin duda, es la
                  ausencia de revolución socialista en Europa, es  decir, en el centro mismo de la crisis contem-
                  poránea. Parece inútil subrayar las circunstancias agravantes: Europa cuenta con el proletariado más
                  culto, mejor organizado y con más antiguas tradiciones revolucionarias; asimismo, allá se han
                  producido, una y otra vez, las "condiciones objetivas" propicias al asalto del poder. Al mismo
                  tiempo, varias revoluciones aisladas —por ejemplo: en España y, hace poco, en Hungría —han sido
                  reprimidas sin piedad y sin que se manifestase efectivamente la solidaridad obrera internacional. En
                  cambio, hemos asistido a una regresión bárbara,  la de Hitler, y a un renacimiento general del
                  nacionalismo en todo el viejo continente. Finalmente, en lugar de la rebelión del proletariado
                  organizado democráticamente, el siglo XX ha visto el nacimiento  del "partido", esto es, de una
                  agrupación nacional o internacional que combina el espíritu y la organización de dos cuerpos en los
                  que la disciplina y la jerarquía son los valores decisivos: la Iglesia y el Ejército. Estos "partidos",
                  que en nada se parecen a los viejos partidos políticos, han sido los agentes efectivos de casi todos
                  los cambios operados después de la primera Guerra Mundial.
                     El contraste con la periferia es revelador. En las colonias y en los países "atrasados" no han
                  cesado de producirse, desde antes de la primera Guerra Mundial, una serie de trastornos y cambios
                  revolucionarios. Y la marea, lejos de ceder, crece de año en año. En Asia y África el imperialismo
                  se retira; su lugar lo ocupan nuevos Estados con ideologías confusas pero que tienen en común dos
                  ideas, ayer apenas irreconciliables: el nacionalismo y las aspiraciones revolucionarias de las masas.
                  En América Latina, hasta hace poco tranquila, asistimos al ocaso de los dictadores y a una nueva
                  oleada revolucionaria. En casi todas partes —trátese de Indonesia, Venezuela, Egipto, Cuba o




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