Page 82 - 20 LABERINTO DE LA SOLEDAD--OCTAVIO PAZ
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Ghana— los ingredientes son los mismos: nacionalismo, reforma agraria, conquistas obreras y, en
                  la cúspide, un Estado decidido a llevar a cabo la industrialización y saltar de la época feudal a la
                  moderna. Poco importa, para la definición general del fenómeno, que en ese empeño el Estado se
                  alíe a grupos más o menos poderosos de la burguesía nativa o que, como en Rusia y China, suprima
                  a las viejas clases y sea la burocracia la encargada de imponer la transformación económica. El
                  rasgo distintivo —y decisivo— es que no estamos ante la revolución proletaria de los países "avan-
                  zados" sino ante la insurrección de las masas  y pueblos que viven en  la periferia del mundo
                  occidental. Anexados al destino  de Occidente por el imperialismo, ahora se vuelven sobre sí
                  mismos, descubren su identidad y se deciden a participar en la historia mundial.
                     Los hombres y las formas políticas en que ha encarnado la insurrección de las naciones
                  "atrasadas" es muy variada. En un extremo Ghandi; en el otro, Stalin; más allá, Mao Tse Tung. Hay
                  mártires como Madero y Zapata, bufones como Perón, intelectuales como Nehru. La galería es muy
                  variada: nada más distinto que Cárdenas, Tito o Nasser. Muchos de estos hombres hubieran sido
                  inconcebibles, como dirigentes políticos, en el siglo pasado y aun en el primer tercio del que corre.
                  Otro tanto ocurre con su lenguaje, en el que las fórmulas mesiánicas se alían a la ideología
                  democrática y a la revolucionaria. Son los hombres fuertes, los políticos realistas; pero también son
                  los inspirados, los soñadores y, a veces, los demagogos. Las masas los siguen y se reconocen en
                  ellos... La filosofía política de estos movimientos posee el mismo carácter abigarrado. La
                  democracia entendida a la occidental se mezcla a  formas inéditas o bárbaras, que van desde la
                  "democracia dirigida" de los indonesios hasta el idolátrico "culto a la personalidad" soviético, sin
                  olvidar la respetuosa veneración de los mexicanos a la figura del Presidente.
                     Al lado del culto al líder, el partido oficial, presente en todas partes. A veces, como en México,
                  se trata de una agrupación abierta, a la que pueden pertenecer prácticamente todos los que desean
                  intervenir en la cosa pública y que abarca vastos sectores de la izquierda y de la derecha. Lo mismo
                  sucede en la India con el Partido del Congreso. Y aquí conviene decir que uno de los rasgos más
                  saludables de la Revolución mexicana —debido, sin duda, tanto a la ausencia de una ortodoxia
                  política como al carácter abierto del partido— es la ausencia de terror organizado. Nuestra falta de
                  "ideología" nos ha preservado de caer en esa tortuosa cacería humana en que se ha convertido el
                  ejercicio de la "virtud" política en otras partes. Hemos tenido, sí, violencias populares, cierta ex-
                  travagancia en la represión, capricho, arbitrariedad, brutalidad, "mano dura" de algunos generales,
                  "humor negro", pero aun en sus peores momentos todo fue humano, es decir, sujeto a la pasión, a
                  las circunstancias y aun al azar y a la fantasía. Nada más lejano de la aridez del espíritu de sistema y
                  su moral silogística y policíaca. En los países  comunistas el partido es una minoría, una secta
                  cerrada y omnipotente, a un tiempo ejército, administración e inquisición: el poder espiritual y el
                  brazo seglar al fin reunidos. Así ha surgido un tipo de Estado absolutamente nuevo en la historia, en
                  el que los rasgos revolucionarios, como la desaparición de la propiedad privada y la economía
                  dirigida, son indistinguibles de otros arcaicos: el carácter sagrado del Estado y la divinización de los
                  jefes. Pasado, presente y futuro: progreso técnico y formas inferiores de la magia política, desarrollo
                  económico y esclavismo sindicalista, ciencia y teología estatal: tal es el rostro prodigioso y
                  aterrador de la Unión Soviética. Nuestro siglo es una gran vasija en donde todos los tiempos
                  históricos hierven, se confunden y mezclan.
                     ¿Cómo es posible que la "inteligencia" contemporánea —pienso sobre todo en la heredera de la
                  tradición revolucionaria europea— no haya hecho un análisis de la situación de nuestro tiempo, no
                  ya desde la vieja perspectiva del siglo pasado sino ante la novedad de esta realidad que nos salta a
                  los ojos? Por ejemplo: la polémica entre Rosa Luxemburgo y Lenin acerca de la "espontaneidad
                  revolucionaria de las masas" y la función  del Partido Comunista como "vanguardia del
                  proletariado", quizá cobraría otra significación a la luz de las respectivas condiciones de Alemania y
                  Rusia. Y del mismo modo: no hay duda de que la Unión Soviética se parece muy poco a lo que
                  pensaban Marx y Engels sobre lo que podría ser un Estado obrero. Sin embargo, ese Estado existe;
                  no es una aberración ni una "equivocación de la historia". Es una realidad enorme, evidente por sí




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