Page 73 - A orillas del río Piedra me senté y lloré
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Cuando el reloj de la basílica dio las doce de la noche, el grupo que nos
                  rodeaba había crecido bastante. Éramos casi cien personas, incluyendo algu-
                  nos sacerdotes y monjas, parados debajo de la lluvia, mirando la imagen.
                         — ¡Viva Nuestra Señora de la Inmaculada Concepción! —dijo alguien,
                  cerca de donde yo estaba, cuando terminaron de sonar las campanadas del
                  reloj.
                         — ¡Viva! —respondieron todos, con una salva de aplausos.

                         Inmediatamente se acercó un guardia y pidió a todos que no hiciésemos
                  ruido. Estábamos molestando a otros peregrinos.

                         — Venimos de lejos —dijo un señor de nuestro grupo.
                         — Ellos también —respondió el guardia, señalando a otras personas que
                  rezaban bajo la lluvia—. Y están rezando en silencio.

                         Deseé que el guardia pusiese fin a aquel encuentro. Quería estar sola
                  con él, lejos de allí, apretándole las manos y diciendo lo que sentía. Necesitá-
                  bamos conversar sobre la casa, hacer planes, hablar de amor. Yo necesitaba
                  tranquilizarlo, demostrar más mi afecto, decir que podría realizar su sueño,
                  porque estaría a su lado, ayudándolo.

                         El guardia se alejó, y uno de los sacerdotes empezó a rezar el rosario en
                  voz baja. Cuando llegamos al credo que cierra la serie de oraciones, todos
                  permanecieron quietos, con los ojos cerrados.

                         — ¿Quiénes son esas personas? —pregunté.
                         — Carismáticos —dijo él.

                         Ya había oído la palabra, pero no sabía exactamente que significaba. Él
                  se dio cuenta.
                         — Son las personas que aceptan el fuego del Espíritu Santo —dijo—. El
                  fuego que Jesús dejó, y donde pocos encendieron sus velas. Son personas
                  que están próximas a la verdad original del cristianismo, cuando todos podían
                  obrar milagros. Son personas guiadas por la Mujer Vestida de Sol —dijo seña-
                  lando con los ojos hacia la Virgen.
                         El grupo, como obedeciendo a una orden invisible, empezó a cantar en
                  voz baja.

                         — Estás temblando de frío. No hace falta que participes —dijo él.
                         — ¿Tú te quedas?
                         — Yo me quedo. Esto es mi vida.

                         — Entonces quiero participar —respondí, aunque hubiera preferido estar
                  lejos de allí—. Si éste es tu mundo, quiero aprender a formar parte de él.
                         El grupo siguió cantando. Cerré los ojos y traté de seguir la música, aun-
                  que no entendía bien el francés. Repetía las palabras sin entender su significa-
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