Page 75 - A orillas del río Piedra me senté y lloré
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Aquello empezó a asustarme. El hombre que yo quería a mi lado decía
que Dios también era mujer, hablaba lenguas incomprensibles, entraba en
trance y parecía próximo a los ángeles. La casa de la montaña empezó a pare-
cer menos real, como si formase parte de un mundo que él ya había dejado
atrás.
Todos aquellos días desde la conferencia en Madrid me parecían parte
de un sueño, un viaje fuera del tiempo y del espacio de mi vida. Entretanto, el
sueño tenía sabor de mundo, de romance, de nuevas aventuras. Por mucho
que me resistiese, sabía que el amor incendia fácilmente el corazón de una
mujer, y sólo era cuestión de tiempo hasta que yo dejase al viento soplar y al
agua destruir las paredes de la presa. Por poco dispuesta que hubiese estado
al principio, yo ya había amado—.y creía saber cómo lidiar con la situación.
Pero había allí algo que no lograba entender. No era ése el catolicismo
que me habían enseñado en el colegio. No era así como veía al hombre de mi
vida.
«Hombre de mi vida; qué extraño», dije para mis adentros, sorprendida
por ese pensamiento.
Delante del río y de la gruta, sentí miedo y celos. Miedo porque todo
aquello era nuevo para mí, y lo nuevo siempre me asusta. Celos porque ya
comprendía que su amor era más grande de lo que yo pensaba, y se extendía
por terrenos que yo jamás había pisado.
«Perdóname, Nuestra Señora —dije—. Perdóname si soy mezquina,
pequeña, al disputar la exclusividad del amor de este hombre.» ¿Y si su voca-
ción fuese realmente salir del mundo, encerrarse en el seminario y conversar
con los ángeles?
Porque ¿cuánto resistiría antes de dejar la casa, los discos y los libros, y
regresar a su verdadero camino? Y aunque no volviese nunca más al semina-
rio, ¿cuál sería el precio que yo tendría que pagar para mantenerlo alejado de
su verdadero sueño?
Todos parecían estar concentrados en lo que hacían, menos yo. Tenía
los ojos clavados en él, y él hablaba en la lengua de los ángeles.
Donde había miedo y celos ahora había soledad. Los ángeles tenían con
quién conversar, y yo estaba sola.
No sé qué fue lo que me empujó a hablar aquella lengua extraña. Quizá
la necesidad inmensa de encontrarme con él, de decir lo que sentía. Quizá
porque necesitaba dejar que mi alma conversase conmigo; mi corazón tenía
muchas dudas, y exigía respuestas.
No sabía bien qué hacer; la sensación de ridículo era muy grande. Pero
allí estaban hombres y mujeres de todas las edades, sacerdotes y laicos, novi-
cios y monjas, estudiantes y viejos. Aquello me dio coraje, y pedí al Espíritu
Santo que me hiciese vencer la barrera del miedo.
«Prueba —me dije—. Basta con abrir la boca y tener el coraje de decir
cosas que no entiendes. Prueba.»

