Page 74 - A orillas del río Piedra me senté y lloré
P. 74

do, dejándome llevar por el sonido. Pero eso me ayudaba a pasar más rápida-
                  mente el tiempo.
                         Aquello terminaría en seguida. Después podríamos regresar a Saint-
                  Savin, los dos solos.
                         Seguí cantando mecánicamente. Al  poco rato empecé a notar que la
                  música me iba dominando, como si tuviese vida propia y fuese capaz de hipno-
                  tizarme. Fue pasando el frío…, y ya no prestaba atención a la lluvia, ni al hecho
                  de tener una sola muda. La música me hacía bien, me alegraba el espíritu, me
                  transportaba a una época en la que Dios estaba más próximo, y me ayudaba.

                         Cuando ya casi me había entregado por completo, la música cesó.
                         Abrí los ojos. Esta vez no era el guardia, sino un cura. Se dirigía a un
                  sacerdote del grupo. Conversaron un poco en voz baja y el cura se alejó.
                         El sacerdote vino hacia nosotros.

                         — Tendremos que rezar nuestras oraciones al otro lado del río —dijo.
                         En silencio, caminamos hasta el sitio indicado. Cruzamos el puente que
                  queda casi delante de la gruta y llegamos a la otra orilla. El sitio era más bonito:
                  árboles, un descampado y el río, que ahora nos separaba de la gruta. Desde
                  allí podíamos ver claramente la imagen iluminada y soltar mejor nuestra voz,
                  sin la desagradable sensación de estar perturbando la oración de los demás.

                         Esa impresión debió de haber contagiado a todo el grupo; las personas
                  comenzaron a cantar más fuerte, levantando el rostro, sonriendo bajo las gotas
                  de lluvia que les corrían por la cara. Alguien levantó los brazos, y en el momen-
                  to siguiente todos tenían los brazos levantados, balanceándose a un lado y a
                  otro al ritmo de la música.

                         Yo luchaba por entregarme, y al mismo tiempo quería prestar atención a
                  lo que estaba haciendo. A mi lado un sacerdote cantaba en español, e intenté
                  repetir sus palabras. Eran invocaciones al Espíritu Santo, a la Virgen…, para
                  que estuviesen presentes y derramasen sus bendiciones y sus poderes sobre
                  cada uno de nosotros.
                         — Que el don de las lenguas descienda sobre nosotros —dijo el sacer-
                  dote, repitiendo la frase en español, italiano y francés.

                         No entendí muy bien lo que ocurrió a continuación. Cada una de aque-
                  llas personas empezó a hablar una lengua que no se parecía a ninguno de los
                  idiomas conocidos. Más que una lengua era un barullo, con palabras que pare-
                  cían venir directamente del. alma, sin sentido lógico. Recordé en seguida nues-
                  tra conversación en la iglesia, cuando él me habló de la revelación, de que toda
                  la sabiduría consistía en escuchar la propia alma.

                         «Tal vez sea éste el lenguaje de los ángeles», pensé, tratando de imitar
                  lo que hacían, y sintiéndome ridícula.

                         Todos miraban hacia la Virgen del otro lado del río, como en trance. Lo
                  busqué con la mirada, y vi que estaba un poco alejado. Tenía las manos levan-
                  tadas hacia el cielo, y decía también palabras rápidas, como si conversase con
                  Ella. Sonreía, asentía, y a veces ponía cara de sorpresa.

                         «Éste es su mundo», pensé.
   69   70   71   72   73   74   75   76   77   78   79