Page 70 - A orillas del río Piedra me senté y lloré
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Ahora la basílica ya estaba delante de nosotros. Antes de que yo pudie-
                  se hacer un comentario, alguien lo vio y se acercó a saludarlo. La lluvia fina
                  caía con insistencia, y yo no sabía cuánto tiempo nos quedaríamos allí; recor-
                  daba continuamente que sólo tenía la ropa que llevaba puesta, y que no podía
                  mojarme.

                         Traté de concentrarme en eso. No quería pensar en la casa, en las co-
                  sas que estaban suspendidas entre el cielo y la tierra, esperando la mano del
                  destino.

                         Él me llamó y me presentó a algunas personas. Nos preguntaron dónde
                  estábamos, y cuando él dijo Saint-Savin, alguien comentó que allí estaba ente-
                  rrado un santo eremita. Explicaron que era él quien había descubierto la fuente
                  en el centro de la plaza, y que la idea original del lugar era crear un refugia pa-
                  ra los religiosos que abandonaban la vida de la ciudad y se iban a las monta-
                  ñas en busca de Dios.

                         — Ellos todavía están allí —dijo otro.
                         Yo no sabía si esta historia era cierta, y no sabía quiénes eran «ellos».

                         Fueron llegando otras personas, y el grupo se dirigió al frente de la gru-
                  ta. Un hombre mayor intentó decirme algo en francés. Al ver que me costaba
                  entenderle, me habló en un trabajoso español.

                         — Usted está con una persona muy especial —dijo—. Un hombre que
                  hace milagros.

                         No dije nada, pero me acordé de la noche en Bilbao, cuando había ido a
                  buscarlo un hombre desesperado. Él no me había dicho adónde había ido, y el
                  tema no me interesaba. Mi pensamiento se centraba en una casa que conocía
                  con exactitud. Qué libros había, qué discos, qué paisaje se veía, cómo estaba
                  decorada.
                         En algún lugar del mundo nos esperaba una casa de verdad, algún día.
                  Una casa donde yo esperaría tranquila su llegada. Una casa donde podría es-
                  perar a una niña o un niño que volvía del colegio, que llenaba el ambiente de
                  alegría y no dejaba ninguna cosa en su sitio.

                         El grupo caminó en silencio, bajo la lluvia, hasta que llegamos finalmente
                  al sitio de las apariciones. Era exactamente como me lo imaginaba: la gruta, la
                  imagen de Nuestra Señora y una fuente —protegida por un vidrio— donde se
                  había producido el milagro del agua. Algunos peregrinos rezaban, otros perma-
                  necían sentados dentro de la gruta, en silencio, los ojos cerrados. Pasaba un
                  río por delante de la gruta, y el sonido de sus aguas me tranquilizó. Al ver la
                  imagen hice una rápida petición; pedí a la Virgen que me ayudase, porque mi
                  corazón no necesitaba sufrir más.
                         «Si el dolor tiene que venir, que venga rápido —dije—. Porque me queda
                  una vida por delante y necesito usarla de la mejor manera posible. Si él tiene
                  que escoger, que lo haga pronto. En ese caso, lo espero. Si no, lo olvido.
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