Page 68 - A orillas del río Piedra me senté y lloré
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— Ya sabes. Entré en el seminario. Durante el primer año, pedí a Dios
                  que me ayudase a transformar mi amor por ti en un amor por todos los hom-
                  bres. En el segundo año, sentí que Dios me escuchaba. En el tercer año, aun-
                  que la nostalgia era todavía muy grande, ya tenía la certeza de que este amor
                  se estaba transformando en caridad, oración y ayuda a los necesitados.
                         — Entonces ¿por qué volviste a buscarme? ¿Por qué volviste a encen-
                  der en mí este fuego? ¿Por qué me contaste el ejercicio de la Otra, y me hiciste
                  ver lo mezquina que era con la vida?
                         Las palabras me salían confusas, trémulas. Cada minuto que pasaba, lo
                  veía más cerca del seminario y más lejos de mí.
                         — ¿Por qué volviste? ¿Por qué esperaste a contarme esta historia hoy,
                  cuando ves que estoy empezando a amarte?

                         Él tardó un poco en responder.
                         — Te va a parecer una locura —dijo.

                         — Nada me va a parecer una locura. Ya he perdido el miedo al ridículo.
                  Tú me lo enseñaste.

                         — Hace dos meses mi superior me pidió que lo acompañase a la casa
                  de una mujer que había muerto y dejado todos sus bienes para nuestro semi-
                  nario. Ella vivía en Saint-Savin y mi superior tenía que hacer un inventario de
                  sus cosas.



                         La catedral, al fondo, se acercaba continuamente. La intuición me decía
                  que en cuanto llegásemos allí, cualquier conversación quedarla interrumpida.
                         — No te detengas —dije—. Merezco una explicación.

                         — Recuerdo el momento en que entré en aquella casa. Las ventanas
                  daban a las montañas de los Pirineos, y la claridad del sol, aumentada por el
                  brillo de la nieve, se extendía por todo el ambiente. Empecé a hacer una lista
                  de las cosas, pero a los pocos minutos había parado.

                         »Había descubierto que los gustos de aquella mujer eran exactamente
                  iguales a los míos. Ella poseía discos que yo habría comprado, con las músicas
                  que también me habría gustado oír mirando aquel paisaje. Los estantes tenían
                  muchos libros, algunos que ya había leído, otros que por cierto me gustaría
                  leer. Reparé en los muebles, en los cuadros, en los pequeños objetos esparci-
                  dos por la casa; era como si yo los hubiese escogido.

                         »A partir de aquel día ya no pude dejar de pensar en la casa. Cada vez
                  que entraba en la capilla a rezar,  recordaba que mi renuncia no había sido
                  completa. Me imaginaba allí contigo, viviendo en una casa como aquélla, escu-
                  chando aquellos discos, mirando la nieve de la montaña y el fuego de la chi-
                  menea. Imaginaba a nuestros hijos corriendo por la casa y jugando en los
                  campos que rodeaban Saint-Savin.

                         Aunque nunca hubiese entrado en aquella casa, sabía exactamente có-
                  mo era. Y deseé que no dijese nada más, para poder soñar.
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