Page 76 - A orillas del río Piedra me senté y lloré
P. 76

Decidí probar. Pero antes pedí que aquella noche —de un día tan largo
                  que no lograba recordar cuándo había empezado— fuese una epifanía, un
                  nuevo comienzo para mí.

                         Dios parecía haberme escuchado. Las palabras empezaron a salir con
                  mayor libertad, y fueron perdiendo en seguida el significado de la lengua de los
                  hombres. Disminuyó la vergüenza, aumentó la confianza, y la lengua empezó a
                  fluir con libertad. Aunque no entendiese nada de lo que decía, aquello tenía
                  sentido para mi alma.
                         El simple hecho de tener valor para decir cosas sin sentido empezó a
                  ponerme eufórica. Yo era libre, no necesitaba buscar o dar explicaciones de
                  mis actos. Esta libertad me transportaba al cielo, donde un Amor Mayor, que
                  todo lo perdona y jamás se siente abandonado, me acogía en su seno.

                         «Parece que estoy recuperando mi fe», pensaba, sorprendida de todos
                  los milagros que el amor puede hacer. Sentía a la Virgen a mi lado, tranquili-
                  zándome en su regazo, tapándome y calentándome con su manto. Las pala-
                  bras extrañas salían cada vez más rápido de mi boca.

                         Comencé a llorar sin darme cuenta. La  alegría me invadía el corazón,
                  me inundaba. Era más fuerte que los miedos, que mis certezas mezquinas, que
                  el intento de controlar cada segundo de mi vida.
                         Sabía que aquel llanto era un don; en el colegio de monjas me habían
                  enseñado que los santos lloraban en el éxtasis. Abrí los ojos, contemplé el cielo
                  oscuro y sentí que mis lágrimas se mezclaban con la lluvia. La tierra estaba
                  viva, el agua que venía de arriba traía de vuelta el milagro de las alturas. Noso-
                  tros éramos parte de ese milagro.

                         — Qué bien, Dios puede ser mujer —dije en voz baja, mientras los de-
                  más cantaban—. Si es así, fue Su rostro femenino el que nos enseñó a amar.




                         — Vamos a rezar en grupos de ocho —dijo el sacerdote en español, ita-
                  liano y francés.
                         De nuevo me sentí desorientada, sin entender nada de lo que estaba
                  pasando. Alguien se me acercó y me pasó el brazo por encima del hombro.
                  Otra persona hizo lo mismo del otro lado.
                         Formamos un círculo de ocho personas abrazadas. Luego nos inclina-
                  mos hacia delante y nuestras cabezas se tocaron.
                         Parecíamos una tienda humana. La lluvia había arreciado un poco, pero
                  nadie le prestaba atención. La posición en que estábamos concentraba todas
                  nuestras energías y nuestro calor.
                         — Que la Inmaculada Concepción ayude a mi hijo, y le haga encontrar
                  su camino dijo la voz del hombre que me había abrazado del lado derecho—.
                  Pido que recemos un avemaría por mi hijo.
                         — Amén —respondieron todos. Y las ocho personas rezaron el avema-
                  ría.
   71   72   73   74   75   76   77   78   79   80   81