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pretendáis salvaros con esa impostura.
VALERIO. Cuidad vuestras palabras. No es ninguna impostura, y no anticipo nada que
no me sea fácil justificar.
ANSELMO. ¿Cómo? ¡Os atrevéis a llamaros hijo de don Tomás de Alburci?
VALERIO. Sí; me atrevo a ello, y estoy dispuesto a sostener esta verdad ante quien sea.
ANSELMO. ¡Maravillosa osadía! Sabed, para confusión vuestra, que hace dieciséis
años, cuando menos, el hombre de quien nos habláis pereció en el mar con sus hijos y
su esposa al querer salvar sus vidas de las persecuciones que acompañaron las revueltas
de Nápoles y que hicieron expatriarse a varias nobles familias.
VALERIO. Sí; mas sabed, para confundiros, a mi vez, que su hijo, de siete años de
edad, fue salvado, en unión de un criado, de ese naufragio, por un navío español, y que
este hijo salvado es el que os habla. Sabed también que el capitán de ese navío,
conmovido ante mi suerte, me consagró su amistad, me hizo educar como su propio
hijo, y que las armas fueron mi ocupación en cuanto estuve en aptitud de ello; que he
sabido hace poco que mi padre no había muerto, como yo creí siempre; que, al pasar por
aquí para ir en su busca, una aventura, concertada por el Cielo, me hizo ver a la
encantadora Elisa; que este encuentro me hizo esclavo de sus bellezas y que la violencia
de mi amor y las severidades de su padre me hicieron tomar la resolución de
introducirme en su casa y de enviar a otro en busca de mi padre.
ANSELMO. Mas ¿qué nuevas pruebas aparte de vuestras palabras, pueden
garantizarnos de que no sea ésta acaso una fábula que hayáis edificado sobre una
verdad?
VALERIO. El capitán español; un sello de rubíes, que era de mi padre; un brazalete de
ágata, que mi madre me había puesto en el brazo, y el viejo Pedro, ese criado que se
salvó conmigo del naufragio.
MARIANA. ¡Ah! Puedo responder aquí de vuestras palabras, yo, a quien no engañáis, y
todo cuanto decís me hace saber claramente que sois mi hermano.
VALERIO. ¡Vos mi hermana!
MARIANA. Sí. Mi corazón se ha conmovido no bien abristeis la boca, y nuestra madre,
a quien vais a cautivar, me habló mil veces de los infortunios de nuestra familia. El
Cielo no nos hizo perecer tampoco en ese triste naufragio; mas nos salvó la vida y nos
privó de libertad: fueron unos corsarios los que nos recogieron a mi madre y a mí sobre
unos restos de nuestro navío. Después de diez años de esclavitud, una suerte venturosa
nos devolvió nuestra libertad y regresamos a Nápoles, donde encontramos todos
nuestros bienes vendidos, sin que pudiéramos saber allí noticias de nuestro padre. Nos
trasladamos a Génova, adonde mi madre fue a recoger los míseros residuos de una
herencia que había sido anulada, y desde allí, huyendo de la bárbara injusticia de sus
parientes, vino ella a estos lugares, en donde ha vivido tan sólo una vida casi mísera.
ANSELMO. ¡Oh, Cielos! ¡Qué rasgos los de tu poder y cuán claramente haces ver que
sólo a ti te pertenece el don de hacer milagros! Abrazadme, hijos míos, y unid vuestros
transportes a los de vuestro padre.
VALERIO. ¿Sois nuestro padre?
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