Page 75 - Octavio Paz - El Arco y la Lira
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del otro. Una vez más: justicia y orden son categorías del ser. Y su otro nombre, se me ocurre, es armonía,
        movimiento o danza concertada tanto como choque rítmico de contrarios.
        El mundo de los héroes y de los dioses no es distinto del de los hombres: es un cosmos, un todo viviente en el
        que el movimiento se llama justicia, orden, destino. El nacer y el morir son las dos notas extremas de este
        concierto o armonía viviente y entre ambas aparecen la figura peligrosa del hombre. Peligrosa porque en él
        confluyen los dos mundos. Por eso es fácil víctima de la hybris, que es el pecado por excelencia contra la
        salud política y cósmica. La cólera de Aquiles, el orgullo de Agamenón, la envidia de Áyax son
        manifestaciones de la hybris y de su poder destructor. Por razón misma de la naturaleza total de esta
        concepción, la salud individual está en relación directa con la cósmica y la enfermedad o la locura del héroe
        contagian al universo entero y ponen en peligro al cielo y a la tierra. El ostracismo es una medida de higiene
        pública; la destrucción del héroe que se excede y va más allá de las normas, un remedio para restablecer la
        salud cósmica. Ahora bien, no se comprende enteramente en qué consiste el pecado de desmesura si se
        concibe la medida como un límite impuesto desde fuera. La mesura es el espacio real que cada quien ocupa
        conforme a su naturaleza. Ir más allá de sí es transgredir unto los límites de nuestro ser como violar los de los
        otros hombres y entes. Cada vez que rompemos la mesura herimos al cosmos entero. Sobre este modelo
        armónico se edifica la constitución política de las ciudades, la vida social tanto como la individual, y en él se
        funda la tragedia. Toda la historia de la cultura griega puede verse como su desarrollo.
        En la sentencia de Anaximandro —las cosas expían sus propios excesos— ya está en germen toda la visión
        polémica del ser de Heráclito: el universo está en tensión, como la cuerda del arco o las de la lira. El mundo
        «cambiando, reposa». Pero Heráclito no sólo concibe el ser como devenir —idea en cierto modo implícita ya
        en la concepción de la épica— sino que hace del hombre el lugar de encuentro de la guerra cósmica. El
        hombre es polémico porque en él todas las fuerzas terrestres y divinas se dan cita y pelean. Conciencia y
        libertad —aunque Heráclito no emplea estas palabras— son sus atributos. Llegar a la comprensión del ser es
        también llegar a la comprensión del hombre. Su misterio consiste en ser una rueda del orden cósmico, un
        acorde del gran concierto y, asimismo, en ser libertad. Dolor es desarmonía; conciencia, acorde con el ritmo
        del ser. El misterio del destino consiste en que también es libertad. Sin ella no se cumple.
        A la inversa de la epopeya, la tragedia es hija de la Grecia continental. La gran creación individualista de la
        Grecia asiática —la elegía— se transforma en la madre patria en formas colectivas, según se advierte en la
        poesía coral espartana. La tragedia recibe una doble herencia: la tradición lírica elegiaca y la poesía
        aristocrática de la épica. El origen de la tragedia, como es sabido, es popular y agrario. Gracias a las reformas
        de la época de Pisístrato, las clases populares se elevan y a este ascenso social corresponde también el
        ingreso de los cultos populares —la religión de Dionisos y Deméter— a la polis cerrada y aristocrática. Pero
        del mismo modo que la emigración al Asia Menor acarreó la transformación del culto a los muertos en
        religión de los héroes, al triunfo popular corresponde «una evolución religiosa paralela en el sentido de las
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        formas olímpicas tradicionales: las clases inferiores las hacen suyas como un signo y una consagración» . La
        pantomima dionisíaca se transforma en culto de la polis. La substancia de la tragedia no es el mito agrario
        sino la tradición heroica de la epopeya. El coro campesino cambia de tono y de contenido y se transforma en
        vehículo del arte más alto y de la más libre y apasionada meditación sobre la suerte del hombre. El mito
        heroico, que funda a Grecia en la epopeya, se transforma en diálogo: la tragedia y la comedia son un diálogo
        de Grecia consigo misma y con los fundamentos de su ser.
        Esquilo concibe el destino como una fuerza sobrehumana y sobredivina, pero en la cual la voluntad del
        hombre partiera. El dolor, la desdicha y la catástrofe son, en el sentido recto de la palabra* penas que se
        infligen al hombre por traspasar la mesura, es decir, por transgredir ese límite máximo de expansión de cada
        ser e intentar ir más allá de sí mismo: ser dios o demonio. Más allá de la mesura, espacio sobre el que cada
        uno puede desplegarse, brotan la discordancia, el desorden y el caos. Esquilo acepta con entereza la violencia
        vengativa del destino; mas su piedad es viril, y se rebela contra la suerte del hombre. Ver en el teatro de
        Esquilo la triste y sombría victoria del destino es olvidar lo que llama Jaeger «la tensión problemática» del
        soldado de Salamina. Esa tensión se alivia cuando el dolor se transforma en conciencia del destino. Entonces
        el hombre accede a la visión de la legalidad cósmica y su desdicha aparece como una parte de la armonía
        universal. Pagada su penalidad, el hombre se reconcilia con el todo. Pero Esquilo no nos da una solución, ni
        una receta moral o filosófica. Estamos ante un misterio que no aciertan a desvelar del todo sus palabras, pues
        si es justo que el hombre pague, los gritos de Prometeo en la escena final de la tragedia contradicen esta
        creencia: «Éter que haces girar la luz común para todos, viéndome estás cuan sin justicia padezco». Este grito



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                R. Pettazzoni, La Religión dans U Gréce antique, París, 1953.
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