Page 48 - La Cabeza de la Hidra
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policía lo retiró antes. le aseguraba que aquí murió la mujer sino la alianza de la
imaginación y la voluntad. Bastaba. Había regresado al lugar de la muerte de Sara para
concluir el homenaje interrumpido por Licha. Pero pensar en la enfermera le obligó a
pensar en Simón Ayub y la idea de que el pequeño siriolibanés perfumado pudo ver y
tocar el cuerpo desnudo de Sata le irritó primero y luego le produjo un asco espantoso.
Renunció a la voluntad y a la imaginación y se entregó al cansancio. Tomó un largo
baño con la mano vendada col. gando fuera de la tima y después se detuvo frente al
lavabo y se miró. La cara se le había deshinchado mucho y las cortadas cicatrizaban
rápido. Se palpó la piel de las mejillas y las mandíbulas y las sintió menos tiernas. Sólo
los párpados seguían morados y gruesos, desfigurándolo y velando las dos puntas de
alfiler de la identidad imborrable de los ojos. Se dio cuenta de que el bigote naciente le
devolvía el viejo parecido con el autorretrato de Velázquez que era su broma privada
con Ruth. Se enjabonó con la mano libre la barba que llevaba cinco días creciendo y se
rasuró cuidadosamente, con dificultad y a veces con dolor, pero respetó el crecimiento
del bigote.
Pidió un desayuno y no pudo terminarlo, a pesar del hambre. Cayó dormido en la cama
ancha. Tampoco tuvo fuerzas para soñar, ni siquiera en el cuerpo desnudo de Sara
manoseado por Ayub. Despertó al atardecer, cuando el bullicio vespertino de la Zona
Rosa se vuelve insoportable y todos los tarzancitos con coche convertible pasan pitando
La Marsellesa. Se levantó a cerrar la ventana y bebió una taza de café frío. Miró con
indiferencia el mobiliario típico de estos lugares, moderno, bajo, telas mexicanas de
colores sólidos y audaces, mucho naranja, mucho azul añil, cortinas de manta. Encendió
sin ganas el aparato de televisión; sólo encontró una serie estúpida de telenovelas dichas
con voces engoladas en decorados de hoquedad.
Apagó y se dirigió al tocadiscos. Era un pequeño aparato viejo y maltratado, útil sólo
para disquitos de 45 revoluciones por minuto. Se acercó al estante donde se encontrabas
unos cuantos discos metidos en fundas maltratadas y los revisó sin interés. Sinafra,
Strangers in the Night, Nat «King» Cole, Our Love (is Here to Stay), Gilbert Bécaud, Et
Main¡iftattt, Peggy Lee, dos o tres conjuntos de mariachis, Armando Manzanero y
Satchmo, el gran Louis Armstrong, la balada de Mackie, la canción de los veinte años,
el cabaret Versalles, Sara en sus brazos, la balada amarga y jocosa de un criminal del
Londres Victoriano que se preguntaba qué era peor, fundar un banco o asaltar un banco,
Mack the Knife, convertida en la canción de la juventud y el amor de Sara Klein y Félix
Maldonado, el ritmo sacudido del Berlín de los años treintas que unía como un puente
de miserias los crímenes de entonces y los de ahora, la persecución de la niña y el
asesinato de la mujer, la sucesión de asesinos, Mack la Navaja, Himmler el Carnicero,
Jack el Destripador.
Era la única funda nueva. Félix tuvo la convicción de que lo había comprado Sara, para
oírlo aquí. Para que él lo oyera también. Sacó el disco de la funda aún brillante, sobre
todo en comparación con las fundas maltratadas, rotas, opacas de los otros discos; leyó
la etiqueta del lugar donde fue adquirido, Dallis, Calle de Amberes, México D.F.
Encendió el aparato y colocó el disco que cayó sin ruido, con su boca ancha, desde la
torrecilla de plástico beige. Giró y la aguja se insertó sin pena. Félix esperó la trompeta
de Satchmo. En vez, oyó la voz de Sara Klein.
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«Félix. Tengo que ser breve. Sólo tengo cinco minutos de cada lado. Te amé de joven.
Creímos que íbamos a vivir juntos. Tuve miedo. Me idealizabas demasiado. No
compartías mi amor. Bernstein sí. Se aprovechó para convencerme. Me hizo sentir que

