Page 45 - La Cabeza de la Hidra
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también y escotada. En vez de los zapatos blancos de suela de goma, se había
encaramado en unas monstruosidades de charol negro, plataforma y tacón repiqueteante.
Una bolsa acharolada le colgaba del brazo.
—¿Qué haces aquí? —le dijo Félix con la voz apagada que imponen los lugares de la
muerte.
—Me imaginé que estarías aquí —contestó Licha.
—¿Cómo sabes?, ¿cómo te atreves? —dijo Félix vencido por la ruptura del momento
único, detestando a Licha por la profanación del instante perfecto y en realidad fatigado
físicamente por el traslado inconcluso de la memoria de Sara Klein a la suya, un
traslado interrumpido como un coito que al no consumarse acumula todo el cansancio
del mundo sobre los pobres cuerpos aplazados.
—Perdón, corazoncito, ya te dije que soy muy cobarde.
—¿De qué hablas? —dijo con impaciencia Félix, apartando la mirada de los pies
desnudos de Sara Klein. —No te pude decir antes lo de don Memo, no me atreví.
—¿Quién carajos es don Memo?
—Mi viejo, pues, el chofer donde te mandé. Mejor que averigüe solo —me dije—, si
me quiere me perdona y si no,
pues ya te lo dije, ni modo. Ya veo que te encabronaste mucho.
Félix sofocó una risa impúdica:
—¿Crees que por eso...?
Licha tomó actitudes de niña enfurruñada, juntando las puntas de los zapatos y
remoliendo el tacón sobre el piso de mármol.
—No digas nada, óyeme. Memo es un hombre muy bueno, es como mi papá más que
mi marido. Tú no sabes, amorcito. De la calle del Peñón nadie sale a recibirse de
enfermera. Sales de huila, criada o placera. Don Memito me dio su protección y me hizo
sentirme segura. Me pagó los estudios y si no me aparezco varias noches seguidas dice
que es porque cuido enfermos. No me pide explicaciones. Le basta saber que soy su
vieja por lo civil, con eso se conforma. Yo le vivo agradecida, ¿me entiendes?
—Está bien, no me importa —dijo Félix.
Licha se acercó de puntúas:
—¿De veras? ¿Entonces juega?
Se prendió cariñosamente al cuello de Félix; él la apartó para mirarle los ojos. Pero no
bastó la mirada; a esta mujercita había que formularle explícitamente las preguntas,
sacarle las respuestas con tirabuzón.
—¿Qué quieres decir?
—Corazón, nunca he estado con un hombre como tú. Sólo por ti dejaría para siempre a
don Memo a quien tanto le debo.
Félix había mirado la memoria dolorosa en los ojos cerrados para siempre de Sara; en
los ojos bien abiertos de Licha vio una amenaza sonriente. No pudo reírse de ella ni
enojarse con ella. Desvió la mirada hacia el féretro de Sara. De una panera misteriosa
estas dos mujeres a las que todo en la vida separó se estaban reuniendo en un lugar de la
muerte, repartiéndose un poco este y otros dolores. Súbitamente, las dos aparecían aquí
como nunca habían aparecido antes, portadoras de secretos, terribles las dos.
—¿Quién trajo aquí a esta mujer? —Félix decidió tomar por los cuernos la novedad de
su visión de Lichita —¿quién puso el anuncio en el periódico comunicando el deceso, el
lugar del velorio, la incineración mañana...?
—Si te digo que fueron los meros gallones de su país, ¿me vas a creer? —sonrió Licha.
—Me estás pidiendo que no te crea.
Licha le guiñó un ojito de capulín:
—Segurolas. Si chencho no eres.

