Page 49 - La Cabeza de la Hidra
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mi deber era viajar a Israel y allí incorporarme a la construcción de una patria para mis
                  gentes. Me dijo que no había otra manera de responder al holocausto. A la muerte y a la
                  destrucción contestaríamos con la vida y la creación. Era cierto. Nunca he visto ojos
                  más limpios y felices que los de todos los hombres, mujeres y niños que convertimos
                  ese desierto en una tierra próspera y libre, con ciudades, escuelas y caminos nuevos. Me
                  ofrecieron ser profesora de universidad. Preferí las tareas más humildes para conocer
                  desde la base nuestra experiencia. Me hice maestra de escuela elemental. A veces
                  pensaba en ti. Pero cada vez que lo hacía, te rechazaba, Mi afecto no debía cruzarse en
                  el camino de mi deber. Sólo ahora me doy cuenta de que al dejar de pensar en ti dejé de
                  pensar también en los demás. Me encerré en mi trabajo y te olvidé. El precio fue
                  olvidar, o más bien no ver, que es lo mismo. Todo lo que, rodeándome, no tenía relación
                  directo con mi trabajo.
                  »Bernstein venía a pasar dos meses al año. Nunca me habló de ti. Ni yo le pregunté.
                  Todo era claro y definido. Mil vida en México quedó atrás. El presente era Israel. Los
                  árabes nos amenazaban por todos lados. Eran nuestros enemigos, querían aplastarnos.
                  Igual que los nazis. Todas mis conversaciones con Bernstein giraban en torno a esto, la
                  amenaza árabe, nuestra supervivencia. Nuestra esperanza era nuestra convicción. Si no
                  logramos sobrevivir esta vez, desapareceremos para siempre. Hablo en plural porque
                  hablo de toda una cultura. Valéry dijo que las civilizaciones son mortales. No es cierto.
                  Son los poderes los que mueren. Mi trabajo de maestra me mantenía viva en la raíz de la
                  esperanza. Aunque cambiaran los poderes,  nuestra civilización se salvaría porque yo
                  enseñaba a los niños a conocerla y a amarla. A los niños israelitas y también a los niños
                  palestinos que había en mi clase trataba de enseñarles que deberíamos vivir en paz
                  dentro del nuevo estado, respetando nuestras culturas particulares para hacer una cultura
                  común.
                  »Claro que conocía la existencia de campos de detención. Pero los justificaba. No
                  exterminamos a los prisioneros de la guerra de seis días, los detuvimos y luego los
                  canjeamos. Y los palestinos prisioneros eran terroristas, culpables de la muerte de
                  personas inocentes. Allí cerraba yo mi expediente. Conocía demasiado lo que nos
                  sucedió en Europa por ser sumisos. Ahora, simplemente, nos defendíamos. La razón
                  moral imperaba, Félix. Ésta era una manera maravillosa de expiar la culpa del
                  holocausto. Purgábamos el pecado ajeno con el esfuerzo propio. Habíamos encontrado
                  un lugar donde ser amos y no esclavos. Pero lo más importante para mí era pensar que
                  encontramos un lugar donde ser amos sin esclavos.
                  »El cambio fue para mí muy lento, muy imperceptible. Bernstein me insinuaba su
                  cariño de una manera muy torpe. Conocía mi actitud. Te dejé a ti para seguirlo a él. Pero
                  lo seguí a él para cumplir con el deber  que él mismo me señaló. Le era difícil a
                  Bernstein suplantarte, ofrecerse en tu lugar, desvirtuar mi sentido del deber añadiéndole
                  el de un amor distinto al que sacrifiqué, el tuyo, Félix. Entonces quiso confundir las
                  razones del deber con los impulsos del deseo. Empezó a jactarse de lo que había sido y
                  de lo que había hecho, desde su participación juvenil en el ejército secreto judío durante
                  el mandato británico hasta su actuación en el grupo terrorista Irgún y luego todos sus
                  trabajos en el extranjero para reunir fondos para Israel. Fue Bernstein quien me recordó
                  que Israel había empleado la violencia para instalarse en Palestina. Lo acepté como una
                  necesidad, pero me chocó el carácter jactancioso de sus argumentos y la intención
                  patética que había detrás de ellos, la  intención de hacerme suya obligándome a
                  confundir mi deber con la personalidad heroica que él trataba de fabricarse. Lo peor de
                  esta situación tan equívoca es que los dos nos vedamos el contraargumento más
                  evidente. Ni él ni yo dijimos, simplemente, que acaso los palestinos tenían tanto derecho
                  al terror como los israelitas para reclamar una patria y que nuestras organizaciones
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