Page 50 - La Cabeza de la Hidra
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revolucionarias y terroristas, la Hagannah, el Irgún y la banda Stern, tenían por fuerza
                  que convocar sus gemelos históricos, la O.L.P., los Fedayin, el Septiembre Negro.
                  »La intención sexual de Bernstein se interponía entre esa terrible verdad y mi
                  conciencia de las cosas. Ese vacío fue ocupado por otro: tu ausencia. Entonces vino la
                  guerra del Yom Kippur y mi mundo y sus razones se hicieron pedazos. No de manera
                  abrupta; a mí todo me sucede gradualmente. Una noche Bernstein fue particularmente
                  agresivo en su requerímiento amoroso y como yo me mantuve fría y tranquila, él se
                  avergonzó primero y luego redobló la agresividad de sus argumentos políticos. Habló
                  como un loco sobre los territorios ocupados en 73 y dijo que jamás los abandonaríamos.
                  Ni una pulgada, dijo. Habló del Gush Emonim que él contribuyó a fundar y a financiar
                  para instalarnos de manera irreversible en los territorios ocupados y borrar hasta la
                  última huella de la cultura árabe. Yo entendí que hablaba de todo esto como le hubiese
                  gustado hablar de mí, yo su territorio ocupado, y el Gush Emonim la virilidad misma de
                  Bernstein. Cuando me atreví a decirle que no era territorio lo que nos faltaba, porque ya
                  teníamos algo más que territorio, teníamos nuestro ejemplo de trabajo y dignidad para
                  defendernos y convencer, me volvió a hablar de la seguridad, los territorios eran indis-
                  pensables para nuestra seguridad. Recordé los discursos de Hitler. Primero la Renania,
                  luego Austria, los Sudetes, el corredor polaco. Al cabo, el mundo. Un mundo, Europa o
                  el Medio Oriente, el espacio vital, la seguridad de las fronteras, el destino superior de un
                  pueblo. ¿No entiendes esto, tú que eres mexicano?
                  »Decidí pedir mi traslado de Tel Aviv a una de las escuelas de los territorios ocupados.
                  Me fue concedido porque calcularon que sería una muy eficaz enseñante de nuestros va-
                  lores.
                  »Ahora debo evitar muchos nombres de gentes y lugares para eludir represalias. En la
                  pequeña escuela donde fui a trabajar conocí a un muchacho palestino, maestro como yo,
                  más joven que yo. Vivía solo con su madre, una mujer de poco más de cuarenta años.
                  Lo llamaré Jamil. El hecho de que diera clases en árabe a los niños palestinos era una
                  prueba de la bondad de la ocupación. Los extremistas como Bernstein no habían logrado
                  imponer sus puntos de vista. Pero pronto supe que para Jamil la escuela era una
                  trinchera. Lo sorprendí un día dando clase  con los textos expurgados que antes se
                  usaban en las escuelas árabes, textos llenos de odio contra Israel. Le hice notar que
                  estaba promoviendo el odio. Me dijo que no era cierto. Había copiado a mano los viejos
                  textos, pero sólo para que permaneciera todo lo que, junto con el odio a Israel, habían
                  eliminado nuestras autoridades: la existencia de una identidad y una cultura palestinas,
                  la existencia de un pueblo que exigía una patria, igual que nosotros. Leí el texto copiado
                  por la mano de Jamil. Era cierto. Este muchacho buscaba lo mismo que yo, mantener
                  vivas las dos culturas. Sólo que hasta ese momento yo me había reservado esa virtud, no
                  la había extendido a ellos.
                  »Jamil me dijo que seguramente lo delataría pero que no me preocupara. Pertenecíamos
                  a campos diferentes y quizás él haría lo mismo en mi lugar. En ese instante me di cuenta
                  de que nos habíamos combatido tanto tiempo que ya no nos reconocíamos. No dije
                  nada. Jamil siguió enseñando con sus cuadernos copiados a mano. Nos hicimos amigos.
                  Una tarde caminamos hasta una colina. Allí, Jamil me preguntó: "¿Cuántos pueden
                  pararse aquí como tú y yo, mirar esta tierra y decir es mi país?" Esa noche nos
                  acostamos juntos. Con Jamil desaparecieron todas las fronteras de mi vida. Dejé de ser
                  una niña alemana judía perseguida, pasada por el exilio en México e integrada después
                  al estado de Israel. Me convertí, con Jamil, en una ciudadana de la tierra que pisaba, de
                  todas sus contradicciones, sus combates y sus sueños, sus cosechas pródigas y sus frutos
                  amargos. Vi a Palestina como lo que era, una tierra que sólo podía ser de todos, nunca
                  de nadie o de unos cuantos...»
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