Page 46 - La Cabeza de la Hidra
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—El periódico decía que la embajada de Israel se desentendió de ella. ¿Entonces quién?
Bernstein fue herido, ¿está muerto también? —dijo Félix más para sí mismo que para
Licha. Si no fueron ellos, ¿entonces quién?
El silencio taimado de la enfermera se prolongó como el chisporroteo de las velas
agonizantes. Félix se negó a precipitar lo que temía, las palabras absurdas de Licha, las
condiciones que quería imponerle esta mujer inesperada.
—Corazón, no hay más que un macho en este mundo que me pueda obligar a traicionar
a don Memo que tan bueno ha sido conmigo.
—¿Te refieres a Simón Ayub? —dijo Félix brutalmente.
Licha se le prendió de la solapa:
—Tú, corazón, tú sólo tú como dice la canción. Sólo si tú me lo pides yo te lo digo.
Sólo si tú me lo das yo te lo doy, corazoncito.
—No —dijo Maldonado agarrándose a la cola de una intuición que le pasó como un
cometa por la mente—, te pregunto si Simón Ayub dispuso todo esto...
Permitió que su mano señalara hacia el féretro, los pies desnudos y el menorah que se
iba apagando. No era ese el lugar de su mano; acarició un seno bajo el escote de Licha,
la miró como dándole a entender que sí, estaba bien, lo que ella quisiera.
—¿Tú crees? —Licha se apartó de Félix contoneándose victoriosa, pero Félix la sintió
por primera vez asustada. Licha extrajo un chicle de su bolsa acharolada y lo
desenvolvió deliberadamente. Félix la tomó del brazo y se lo apretó.
—¡Ay! No maguyes.
—¿Sabes? —dijo Félix con la voz de familiaridad violenta que en realidad le gustaba a
Licha, recordó eso, a eso sí respondía sin defensas Licha—, ¿sabes? —le dijo—, a todas
las mujeres hay que aguantarlas...
—Yo no corazón, yo me hago querer —chilló quedamente la enfermera.
—A todas hay que aguantarlas —dijo Félix sin soltar el brazo adolorido de Licha—, a
cualquiera o a una sola, da No hay salida. Hasta cuando las rechazas, tienes que
aguantarlas.
Recogió la maleta y salió caminando de prisa del recinto fúnebre. Licha se quedó un
instante con el chicle en la boca, sin mascarlo, aturdida por los cambios de actitud de
Félix y en seguida corrió detrás de él, repiqueteando con sus tacones picudos. Lo
alcanzó en la escalera. Trató de detenerlo tirando de la manga, se adelantó y se le plantó
enfrente.
—Déjame pasar, Licha.
—Está bueno, ya no me castigues más —dijo Licha aventando hacia atrás la cabeza—,
Simón se ocupó de todo, es cierto, él la trajo aquí —dijo que tú la seguirías a cualquier
parte porque estabas enculado de la vieja...
El tono rispido, histérico de la voz de Licha fue cortado por una bofetada de Félix. La
enfermera fue a dar contra un muro de mármol, se retiró dejando una huella húmeda,
como la sábana sobre el cuerpo de Sara.
—¿Para quién trabaja Ayub? —dijo Félix sin dejar de descender la escalera, aliviado
por la presencia ultrajante de Licha, desposeído del momento que quiso consagrarle a
Sara Klein por una mujercita vulgar y estúpida que se coló a la fuerza en su vida porque
creía que él ya no tenía vida, ni nombre, ni nada.
—No sé, corazón, palabra.
—¿Cómo se apoderó del cuerpo de esta mujer, quién se lo entregó, por qué dices que
quiso atraerme aquí si me tenía bien encerrado en el hospital, para qué tuvimos que
armar esa tramoya ridicula del incendio, para qué me escapé?
—No sé, me cae de madre —chilló Licha—, sólo dijo que te quería poner una soba de
perro bailarín, así dijo…

