Page 54 - La Cabeza de la Hidra
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21.   A Aleppo se fue, el capitán del Tigre. Ibíd., i, 3, 9.

                  Félix escuchó un momento el zumbido muerto de la bocina y también colgó. Sin
                  Solución de continuidad, oyó un timbre y dudó entre el teléfono y la puerta. Descolgó
                  de nuevo la bocina y el paso de abejorros lejanos se repitió: Volvió a colgar. El timbre
                  de la puerta repiqueteó sordo e insistente. Fue a abrir y encontró, al mirar ligeramente
                  hacia abajo, la corta estatura de Simón Ayub con un bulto envuelto en papel periódico
                  bajo el brazo y una llave de hotel en la mano.
                  —Tranquilo, mano —dijo rápidamente Ayub—, vengo en son de paz. La prueba: tengo
                  la llave de tu cuarto en la mano pero toqué el timbre.
                  —Luego se ve que tu patrón te está educando.
                  —Diles que sean más cuidadosos en la recepción. Cualquiera puede entrar así. Basta
                  pedir la llave y te la dan.
                  —Es un hotel de amantes ilícitos y turistas pendejos, ¿no sabías?
                  —De todos modos, debían ser más estrictos. Así ni chiste tiene.
                  Intentó mirar por encima del hombro de Félix, husmeando el ambiente pero
                  invadiéndolo con su acento de clavo,
                  —¿Puedo pasar?
                  Félix se apartó y Simón Ayub entró con esos andares de güerito conquistador que tanto
                  le disgustaron desde que el siriolibanés lo  fue a ver al despacho de la Secretaría de
                  Fomento Industrial.
                  —De una vez te ahorro las preguntas inútiles —dijo Ayub columpiándose sobre los
                  tacones cubanos que lo alturizaban, sin mirar a Félix. Tres contra uno que vendrías aquí
                  y nueve contra diez que ocuparías este apartamento. ¿Correcto?
                  —Correcto —dijo Félix—. Pero no son ésas mis preguntas.
                  —¿Ah, sí? —dijo con displicencia Ayub, escudriñando con la mirada los cuatro
                  costados del apartamento.
                  —¿Por qué no salió nada sobre el atentado en los periódicos?, ¿qué sucedió realmente?,
                  ¿quién murió en mi nombre y con mi nombre?, ¿por qué fue necesario matar a otro?,
                  ¿por qué no me capturaron y me mataron a mí?, ¿por qué tuve que escapar del hospital
                  si eso es lo que ustedes querían?, ¿a quién sirven tú y tu patrón?
                  —Está bonito el lugar —sonrió Ayub, sin hacer caso de las preguntas de Félix—. ¡Las
                  cosas que pasan en estos lugares!
                  —Seguro —dijo Félix acercándose con paso felino a Ayub—, ¿quién mató a Sara
                  Klein?
                  —Aquí sólo vienen turistas o parejas de amantes —siguió sonriendo Ayub,
                  permitiéndose los excesos a los que lo autorizaba ser chaparro, blanquito y bonito.
                  —¿A qué vienes tú?
                  —No es la primera vez que vengo —dijo Ayub con su airecillo de suficiencia y Félix lo
                  agarró de la solapa.
                  Ayub le acarició la mano.
                  —¿Ya vamos sanando? ¿Te mando a Lichita a curarte, cuate?
                  —Recuerda que con una sola mano te di el descontón, enano —dijo Félix sin soltar la
                  solapa del siriolibanés.
                  —No olvido nada —dijo Ayub con un rencor nublado y repentino en los ojos—, pero
                  prefiero recordártelo en otra ocasión. Ahora no.
                  Retiró suavemente la mano de Félix y la sonrisa de auto-complacencia regresó a sus
                  labios.
                  —Ya van dos solapas que me estropean, una el D. G. con su cigarro el otro día y ahora
                  tú con tu manubrio. Así no me alcanza para los tacuches, de plano.
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