Page 55 - La Cabeza de la Hidra
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—¿Quién te viste? ¿La Lockheed? —dijo Félix mirando el traje brillante, color avión,
                  de Ayub.
                  —Ya estuvo suave, ¿no? —sonrió Ayub alisándose las solapas—. Mira nomás qué
                  manera de recibir a un amigo. Sobre todo a un amigo que te trae un regalo.
                  Le ofreció a Félix el bulto envuelto en papel periódico. Félix lo recibió con desgano
                  irremediable.
                  —Okey, ya estuvo bien de payasadas. ¿Qué quieres, Ayub? La soba que me prometiste
                  va a estar difícil, a menos que traigas una patrulla de gorilas contigo. A las patadas te
                  hago mierda.
                  —¿No abres mi regalo? —sonrió Ayub como si secretamente pensara que no había
                  mejor regalo que su presencia—. Palabra que no es una bomba —rió en seguida, rió
                  mucho.
                  —Dime qué es, entonces.
                  —Ábrelo con cuidado, cuate. Son las cenizas de Sara Klein. No se vayan a volar.
                  Félix no le volteó a Ayub la bofetada que estuvo a punto de darle porque de la mirada
                  del hombrecito oloroso a clavo y vestido de DC4 había huido toda burla suficiente, toda
                  agresión, toda complacencia. Su actitud de gallo la negaba, pero sus ojos brillaron con
                  una ternura que apaciguaba uno como dolor, una como vergüenza.
                  —Tú te ocupaste del cadáver de Sara Klein —dijo Félix con el bulto entre las manos.
                  —Los de la Embajada se desentendieron de ella.
                  —Era ciudadana del estado de Israel.
                  —Dijeron que allá no tenía parientes y que había vivido más tiempo aquí que allá.
                  —Tú no eres su pariente.
                  —Bastó decir que era su amigo y me ocuparía de todo para que me la soltaran. Esa
                  mujer era como una papa caliente en manos de los israelitas, eso luego se veía.
                  Cogieron la oportunidad al vuelo.
                  —Bernstein era su amante. A él le correspondía.
                  —El doctor está, ¿cómo se dice?, incapacitado.
                  —¿Bernstein mató a Sara Klein?
                  —¿Tú qué crees?
                  Se miraron en un duelo inútil; cada uno luchaba con dos armas parejas, la incredulidad y
                  la certeza que se anulaban entre sí.
                  —Tú nomás acuérdate —dijo Ayub —que el doctor tiene fines más altos en esta vida
                  que el amor de una vieja, por muy cuero que haya sido.
                  Ayub dio tres pasos hacia atrás, extendiendo las palmas abiertas.
                  —Calmantes montes, mi licenciado. Las cosas como son. Cuidado, que no se te caiga el
                  paquete; se rompe la urna y luego vamos a tener que barrer juntos...
                  —Hijo de tu chingada —dijo Félix sin soltar el paquete—, la viste desnuda, la tocaste
                  con tus cochinas manitas de puerco manicurado.
                  Ayub se quedó callado un segundo, rechazando el insulto, mirándose la mano con los
                  anillos de topacio y cimitarras labradas.
                  —Sara Klein era la mujer de mi primo, un  maestro de escuela en los territorios
                  ocupados —dijo con simplicidad Ayub, desnudo de todas sus actitudes
                  acostumbradas—. No sé si ella te contó esa historia. Quizá no tuvo tiempo. Sé que tú
                  también la querías. Por eso te traje las cenizas a ti.
                  Le dio la espalda a Félix y se dirigió a la puerta con su paso recuperado de conquistador
                  muy salsa. Se volteó a mirar a Félix cuando la abrió.
                  —Mucho cuidado, mi licenciadito. La próxima vez nos vamos a ver gacho de nuevo, te
                  lo juro. Ni creas que me olvido del descontón que me diste. Te la tengo jurada, palabra.
                  Ahora más que nunca.
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