Page 101 - Sumerki - Dmitry Glukhovsky
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sabido que aquella noche decidiría su destino y por ello
no habían tomado parte en la francachela.
Ni la cruz que pendía al extremo de la cadena, ni el
bautismo cristiano, ni los burdos frescos de las llamas
de la expiación que los propios monjes habían pintado
en las paredes de la capilla del monasterio de Izamal
habían disuadido a Hernán González de cometer uno
de los actos que la fe de su padre espiritual consideraba
más horrendos: el suicidio.
Los dioses de los que le había hablado su madre
india habían sido más poderosos, tal vez porque le eran
más cercanos. En cualquier caso, parecía que un pánico
extremo le hubiera impedido traicionarlos, aunque por
ello tuviera que pasarse toda la eternidad en aceite
hirviendo. Al mismo tiempo que la Virgen María, desde
lo alto de su nube resplandeciente, dedicaba su dulce
sonrisa a todos los adeptos de la verdadera fe —y por
ello, a nadie en concreto—, los vengativos y taimados
demiurgos de los mayas contemplaban el avance de las
tropas españolas con miradas aviesas, ocultos tras los
nudosos leños de la selva virgen. Pero no todo el
mundo alcanzaba a sentir esas miradas.
Por supuesto que, en vez de morir ellos mismos, los
indios habrían podido echar un veneno en el
aguardiente de maíz de los españoles borrachos, o
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