Page 919 - La Patrulla Del Tiempo - Poul Anderson
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En el asentamiento Edh nunca estaba sola. Nadie lo
estaba nunca. Las casas se apretaban contra la muralla. En
cada una había establos para las vacas y los caballos que
algunos hombres poseían a un lado, camastros al otro. Un
telar con contrapeso de piedra se encontraba cerca de la
puerta, por la luz, para poder tejer y coser, un banco y una
mesa al extremo opuesto, un hogar de barro en el centro.
La comida y los utensilios de cocina colgaban de las vigas
del techo o se encontraban encima de ellas. Los edificios
se abrían a un patio donde cerdos, ovejas, aves de corral
y perros demacrados corrían con libertad. La vida se
juntaba, hablando, riendo, cantando, llorando,
mugiendo, relinchando, gruñendo, balando, cacareando,
ladrando. Los cascos resonaban, las ruedas de los carros
gemían, el martillo golpeaba el yunque. Tendido en la
oscuridad entre paja y piel de oveja, entre los cálidos
olores a animales, estiércol, heno, ascuas, se podía oír a
un bebé llorar hasta que su madre le daba de mamar, o
ella y el padre se buscaban a tientas gruñendo y tomando
aire, o del exterior llegaba un ulular a la luna, el sonido
de la lluvia cayendo, el soplo del viento, su gemir, su
rugir… y ese otro ruido, en alguna parte, ¿un cuervo
nocturno, un troll, un muerto salido de su tumba?
Había mucho que una niña podía ver cuando estaba
libre; idas y venidas, concepción y nacimiento, trabajo
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