Page 312 - Anatema - Neal Stephenson
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los otoños, cuando era fille, me había pasado una semana
en lo alto de esas ramas, recogiendo las mejores hojas y
lanzándolas abajo para que avotos de mayor edad las
apilasen en cestos. Posteriormente, el mismo día, las
atábamos por los peciolos formando hileras que iban de
un árbol a otro, y dejábamos que se secasen a medida que
iba haciendo más frío. Después de la primera helada las
metíamos dentro, las apilábamos y les poníamos encima
toneladas de piedras planas. Hacía falta como un siglo
para que envejeciesen adecuadamente. Por lo que, una vez
que habíamos colocado bajo la piedra la cosecha del año,
nos centrábamos en los montones similares preparados
cien años antes, y si parecían a punto quitábamos las
piedras y separábamos las hojas. Las buenas las
colocábamos en el marco de corte y las convertíamos en
páginas en blanco para su distribución por el concento o
para encuadernarlas formando libros.
Rara vez había ido al bosque después de la cosecha.
Recorrerlo en esa estación era recordar que sólo habíamos
recogido una pequeña parte de las hojas. Las demás se
doblaban y caían. Todas esas hojas en blanco hacían ruido
cuando las pisaba buscando un árbol especialmente
majestuoso al que me había encantado trepar. La memoria
me falló y vagué perdido unos minutos. Cuando al fin di
con él, no me pude resistir a trepar a las ramas más bajas.
Cuando lo hacía de niño, me imaginaba que estaba en un
inmenso bosque, lo que resultaba mucho más romántico
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