Page 50 - El alquimista
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cuando se tiene dinero para comprar un rebaño mayor que el que se
                                 poseía, hay que comprar ese rebaño.
                                    El muchacho cogió el zurrón y lo juntó con sus otras bolsas. Bajó
                                 la escalera; el viejo estaba atendiendo a una pareja extranjera, mientras
                                 otros dos clientes paseaban por la tienda tomando el té en jarras de
                                 cristal. Había bastante movimiento para ser aquella hora de la mañana.
                                    Desde el lugar donde estaba, notó por primera vez que el cabello
                                 del Mercader le recordaba bastante al del viejo rey. Y se acordó de la
                                 sonrisa del pastelero el primer día en Tánger, cuando no tenía adónde
                                 ir ni qué comer; también aquella sonrisa hacía recordar al viejo rey.
                                    «Como    si él hubiera pasado por aquí y hubiera dejado una marca
                                 -pensó-. Y cada persona hubiera conocido ya a ese rey en algún
                                 momento de su vida. Al fin y al cabo, él dijo que siempre aparecía para
                                 quien vive su Leyenda Personal.»
                                    Salió sin despedirse del Mercader de Cristales. No quería llorar
                                 porque la gente lo podía ver. Pero sabía que iba a sentir nostalgia de
                                 todo aquel tiempo y de todas las cosas buenas que había aprendido.
                                 Sin embargo, ahora tenía más confianza en sí mismo y ánimos para
                                 conquistar el mundo.
                                    «Pero estoy volviendo a los campos que ya conozco para conducir
                                 otra vez las ovejas.» Ya no estaba tan contento con su decisión; había
                                 trabajado un año entero para realizar un sueño y cada minuto que
                                 pasaba ese sueño iba perdiendo importancia. Quizá porque no era su
                                 sueño.
                                    «Quién sabe si no es mejor ser como el Mercader de Cristales; él
                                 nunca irá a La Meca y vivirá con la ilusión de conocerla.» Pero estaba
                                 sosteniendo a Urim y Tumim en sus manos, y estas piedras le traían la
                                 fuerza y la voluntad del viejo rey. Por una coincidencia (o una señal,
                                 pensó el muchacho) llegó al bar donde había entrado el primer día. No
                                 estaba el ladrón, y el dueño le trajo una taza de té.
                                    «Siempre podré volver a ser pastor -pensó el muchacho-. Aprendí
                                 a cuidar las ovejas y nunca más me olvidaré de cómo son. Pero tal vez
                                 no tenga otra oportunidad de llegar hasta las Pirámides de Egipto. El
                                 viejo tenía un pectoral de oro y conocía mi historia. Era un rey de
                                 verdad, un rey sabio.»
                                    Estaba apenas a dos horas de barco de las llanuras andaluzas, pero
                                 había un desierto entero entre él y las Pirámides. El muchacho quizá
                                 contempló esta otra manera de enfocar la misma situación: en realidad,




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