Page 51 - El alquimista
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estaba dos horas más cerca de su tesoro. Aunque para caminar estas dos
                                       horas hubiera tardado un año entero.
                                          «Sé por qué quiero volver a mis ovejas. Yo ya las conozco; no dan
                                       mucho trabajo, y pueden ser amadas. No sé si el desierto puede ser
                                       amado, pero es el desierto que esconde mi tesoro. Si no consigo
                                       encontrarlo, siempre podré volver a casa. Por lo pronto la vida me ha
                                       dado suficiente dinero, y tengo todo el tiempo que necesito; ¿por qué
                                       no?»
                                          En   aquel momento sintió una alegría inmensa. Siempre podía
                                       volver a ser pastor de ovejas. Siempre podía volver a ser vendedor de
                                       cristales. Tal vez el mundo escondiera otros muchos tesoros, pero él
                                       había tenido un sueño repetido y había encontrado a un rey. Esas
                                       cosas no le sucedían a cualquiera.

                                          Cuando salió del bar estaba muy contento. Se había acordado de
                                       que uno de los proveedores del Mercader traía los cristales en
                                       caravanas que cruzaban el desierto. Mantuvo a Urim y Tumim en las
                                       manos; gracias a aquellas dos piedras había reemprendido el camino
                                       hacia su tesoro.
                                          «Siempre estoy cerca de los que viven su Leyenda Personal», había
                                       dicho el viejo rey.
                                          No costaba nada ir hasta el almacén y averiguar si las Pirámides
                                       estaban realmente muy lejos.
                                          El Inglés estaba sentado en el interior de una edificación que olía
                                       a animales, a sudor y a polvo. Aquello no se podía considerar un
                                       almacén; apenas era un corral. «Toda mi vida para tener que pasar por
                                       un lugar como éste -pensó mientras hojeaba distraído una revista de
                                       química-. Diez años de estudio me conducen a un corral.»
                                          Pero era necesario seguir adelante. Tenía que creer en las señales.
                                       Durante toda su vida, sus estudios se concentraron en la búsqueda del
                                       lenguaje único hablado por el Universo. Primero se había interesado
                                       por el esperanto, después por las religiones y finalmente por la
                                       Alquimia. Sabía hablar esperanto, entendía perfectamente las diversas
                                       religiones, pero aún no era Alquimista. Es verdad que había consegui-
                                       do descifrar cosas importantes. Pero sus investigaciones llegaron hasta
                                       un punto a partir del cual no podía progresar más. Había intentado en
                                       vano entrar en contacto con algún alquimista. Pero los alquimistas
                                       eran personas extrañas, que sólo pensaban en ellos mismos, y casi
                                       siempre rehusaban ayudar a los demás. Quién sabe si no habían


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