Page 49 - El alquimista
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-Estoy orgulloso de ti -dijo-. Tú trajiste alma a mi tienda de
                                       cristales. Pero sabes que yo no voy a ir a La Meca. Como también sabes
                                       que no volverás a comprar ovejas.
                                          -¿Quién se lo ha dicho? -preguntó el muchacho asustado.
                                          -Maktub -repuso simplemente el viejo Mercader de Cristales.
                                          Y lo bendijo.
                                          El muchacho volvió a su cuarto para recoger sus cosas. Llenó tres
                                       bolsas. Cuando ya estaba saliendo, reparó en su viejo zurrón de pastor
                                       tirado en un rincón. Estaba todo arrugado, y él casi lo había olvidado.
                                       Allí dentro estaban aún el mismo libro y la chaqueta. Cuando sacó
                                       esta última, pensando en regalársela a algún chico de la calle, las dos
                                       piedras rodaron por el suelo. Urim y Tumim.
                                          Entonces   el muchacho se acordó del viejo rey, y se sorprendió al
                                       darse cuenta del tiempo que hacía que no pensaba en él. Durante un
                                       año había trabajado sin parar, pensando sólo en conseguir dinero para
                                       no tener que volver a España con la cabeza gacha.
                                          «Nunca desistas de tus sueños -había dicho el viejo rey-. Sigue las
                                       señales.»
                                          El muchacho recogió a Urim y Tumim del suelo y tuvo nuevamen-
                                       te aquella extraña sensación de que el rey estaba cerca. Había trabajado
                                       duro un año, y las señales indicaban que ahora era el momento de
                                       partir.
                                          «Volveré a ser exactamente lo que era antes -pensó-. Aunque las
                                       ovejas no me enseñaron a hablar árabe.»
                                          Las ovejas, sin embargo, le habían enseñado una cosa mucho más
                                       importante: que había un lenguaje en el mundo que todos entendían,
                                       y que el muchacho había usado durante todo aquel tiempo para hacer
                                       progresar la tienda. Era el lenguaje del entusiasmo, de las cosas hechas
                                       con amor y   con voluntad, en busca de algo que se deseaba o en lo que
                                       se creía. Tánger ya había dejado de ser una ciudad extraña, y él sentía
                                       que de la misma manera que había conquistado aquel lugar, podría
                                       conquistar el mundo.
                                          «Cuando deseas alguna cosa, todo el Universo conspira para que
                                       puedas realizarla», había dicho el viejo rey.
                                          Pero el viejo rey no había hecho referencia a robos, desiertos
                                       inmensos o personas que conocen sus sueños pero que no desean
                                       realizarlos. El viejo rey no había dicho que las Pirámides no eran más
                                       que una montaña de piedras, y que cualquiera podía hacer una
                                       montaña de piedras en su huerto. Y se había olvidado de decir que


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