Page 48 - El alquimista
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añadió que era tradición en Oriente utilizar jarras de cristal para el té,
                                 pues tenían poderes mágicos.
                                    En   poco tiempo la noticia se difundió y muchas personas empeza-
                                 ron a subir hasta lo alto de la ladera para conocer la tienda que estaba
                                 haciendo algo nuevo con un comercio tan antiguo. Se abrieron otras
                                 tiendas que servían el té en vasos de cristal, pero no estaban en la cima
                                 de una colina, y por eso siempre estaban desiertas.
                                    El Mercader en seguida tuvo que contratar a dos empleados más.
                                 Pasó a importar, junto con los cristales, cantidades enormes de té que
                                 diariamente consumían los hombres y mujeres con sed de cosas
                                 nuevas.
                                    Y así transcurrieron seis meses.
                                    El muchacho se despertó antes de que saliera el sol. Habían pasado
                                 once meses y nueve días desde que pisó por primera vez el continente
                                 africano.
                                    Se vistió con su ropa árabe, de lino blanco, comprada especialmen-
                                 te para aquel día. Se colocó el pañuelo en la cabeza, fijado por un
                                 anillo hecho de piel de camello. Se calzó las sandalias nuevas y bajó sin
                                 hacer ruido.
                                    La ciudad aún dormía. Se hizo un sándwich de sésamo y bebió té
                                 caliente en una jarra de cristal. Después se sentó en el umbral de la
                                 puerta, fumando solo el narguile.
                                    Fumó en silencio, sin pensar en nada, escuchando apenas el ruido
                                 siempre constante del viento que soplaba trayendo el olor del desierto.
                                 Cuando acabó de fumar, metió la mano en uno de los bolsillos del
                                 traje y se quedó algunos instantes contemplando lo que había extraído
                                 de allí.
                                    Era un gran mazo de billetes. El dinero suficiente para comprar
                                 ciento veinte ovejas, un pasaje de regreso y una licencia de comercio
                                 entre su país y el país donde estaba.
                                    Esperó pacientemente a que el viejo se levantara y abriera la tienda.
                                 Entonces los dos fueron juntos a tomar más té.
                                    -Me voy hoy -dijo el muchacho-. Tengo dinero para comprar mis
                                 ovejas. Usted tiene dinero para ir a La Meca.
                                    El viejo no dijo nada.
                                    -Le pido su bendición -insistió el muchacho-. Usted me ayudó.
                                    El viejo continuó preparando el té en silencio. Poco después, no
                                 obstante, se dirigió al muchacho.




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