Page 86 - El alquimista
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Era difícil no pensar en lo que había quedado atrás. El desierto, con
                                 su paisaje casi siempre igual, acostumbraba a llenarse de sueños. El
                                 muchacho aún veía las palmeras, los pozos y el rostro de la mujer
                                 amada. Veía al Inglés con su laboratorio y al camellero, que era un
                                 maestro sin saberlo. «Tal vez el Alquimista no haya amado nunca»,
                                 pensó.
                                    El Alquimista cabalgaba delante, con el halcón en el hombro. El
                                 halcón conocía bien el lenguaje del desierto y cuando paraban,
                                 abandonaba el hombro y volaba en busca de alimento. El primer día
                                 trajo una liebre. El segundo día, dos pájaros.
                                    De noche extendían sus mantas y no encendían hogueras. Las
                                 noches   del desierto eran frías, y se fueron haciendo más oscuras a
                                 medida que la luna comenzó a menguar en el cielo. Durante una
                                 semana anduvieron en silencio, conversando apenas sobre las
                                 precauciones necesarias para evitar los combates   entre los clanes. La
                                 guerra continuaba, y el viento a veces traía el olor dulzón de la sangre.
                                 Alguna batalla se había librado cerca, y el viento recordaba al
                                 muchacho que existía el Lenguaje de las Señales, siempre dispuesto a
                                 mostrar lo que sus ojos no conseguían ver.
                                    Cuando completaron siete días de viaje, el Alquimista decidió
                                 acampar más temprano que de costumbre. El halcón salió en busca de
                                 caza y él sacó la cantimplora de agua y se la ofreció al muchacho.
                                    -Ahora estás casi al final de tu viaje -dijo el Alquimista-. Te felicito
                                 por haber seguido tu Leyenda Personal.
                                    -Y usted me está guiando en silencio -replicó el muchacho-. Pensé
                                 que me enseñaría lo que sabe. Hace algún tiempo estuve en el desierto
                                 con un hombre que tenía libros de Alquimia. Pero no conseguí
                                 aprender nada.
                                    -Sólo existe una manera de aprender -respondió el Alquimista-. A
                                 través de la acción. Todo lo que necesitabas saber te lo enseñó el viaje.
                                 Sólo falta una cosa.
                                    El muchacho quiso saber qué era, pero el Alquimista mantuvo los
                                 ojos fijos en el horizonte, esperando el regreso del halcón.
                                    -¿Por qué le llaman Alquimista?
                                    -Porque lo soy.
                                    -¿Y en qué fallaron los otros alquimistas que buscaron oro y no lo
                                 consiguieron?
                                    -Sólo buscaban oro -repuso su compañero-. Buscaban el tesoro de
                                 su Leyenda Personal, sin desear vivir su propia Leyenda.


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