Page 82 - El alquimista
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los seguía en silencio. El caballo del muchacho anduvo suelto casi
                                 media hora. Ya no se distinguían las palmeras del oasis; sólo la luna
                                 gigantesca en el cielo y las rocas brillando con tonalidades plateadas.
                                 De repente, en un lugar donde jamás había estado antes, el muchacho
                                 notó que su caballo paraba.
                                    -Aquí hay vida -le comunicó al Alquimista-. No conozco el
                                 lenguaje del desierto, pero mi caballo conoce el lenguaje de la vida.
                                    Desmontaron. El Alquimista no dijo nada. Comenzó a mirar las
                                 piedras, caminando despacio. De repente se detuvo y se agachó
                                 cuidadosamente. Había un agujero en el suelo, entre las piedras; el
                                 Alquimista metió la mano dentro del agujero y después todo el brazo,
                                 hasta el hombro. Algo se movió allá dentro, y los ojos del Alquimista
                                 -el muchacho sólo podía verle los ojos- se encogieron por el esfuerzo
                                 y la tensión. El brazo parecía luchar con lo que había allí adentro. De
                                 repente, el Alquimista retiró el brazo y se puso de pie de un salto. El
                                 muchacho se asustó. El Alquimista sostenía una serpiente cogida por
                                 la cola.
                                    El muchacho también dio un salto, sólo que hacia atrás. La
                                 serpiente se debatía sin cesar, emitiendo ruidos y silbidos que herían
                                 el silencio del desierto. Era una naja, cuyo veneno podía matar a un
                                 hombre en pocos minutos.
                                    «Cuidado con el veneno», llegó a pensar el muchacho. Pero el
                                 Alquimista había metido la mano en el agujero y con toda seguridad
                                 la serpiente ya le habría mordido. Su rostro, no obstante, estaba
                                 tranquilo. «El Alquimista tiene doscientos años», había dicho el Inglés.
                                 Ya debía de saber cómo tratar a las serpientes del desierto.
                                    El muchacho vio cómo su compañero iba hasta su caballo y cogía
                                 la larga espada en forma de media luna. Trazó un círculo en el suelo
                                 con ella y colocó a la serpiente en el centro. El animal se tranquilizó
                                 inmediatamente.
                                    -Puedes estar tranquilo -dijo el Alquimista-. No saldrá de ahí. Y tú
                                 ya has descubierto la vida en el desierto, la señal que yo necesitaba.
                                    -¿Por qué es tan importante esto?
                                    -Porque las Pirámides están rodeadas de desierto.
                                    El muchacho no quería oír hablar de las Pirámides. Desde la noche
                                 anterior su corazón estaba pesaroso y triste, porque seguir en busca de
                                 su tesoro significaba tener que abandonar a Fátima.
                                    -Voy a guiarte a través del desierto -dijo el Alquimista.




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