Page 142 - La muerte de Artemio Cruz
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fierro y en los portales cafeteros se fijarán las ondas lejanas: en las columnas blancas de
los pórticos campestres y en las entonaciones voluptuosas del cuerpo y de la voz
morirán los efluvios: habrá aquí una frontera: luego se levantará el pedestal sombrío de
las águilas y los pedernales: una frontera que nadie derrotará: ni los hombres de
Extremadura y Castilla que se agotaron en la primera fundación y después fueron
vencidos sin saberlo en el ascenso a la plataforma vedada que les dejó destruir y
deformar sólo las apariencias: víctimas, al fin, del hambre concentrada de las estatuas de
polvo, de la succión ciega de la laguna que se ha tragado el oro, los cimientos, los
rostros de cuantos conquistadores la han violado; ni los bucaneros que colmaron sus
bergantines con los escudos arrojados desde la cima de la montaña indígena con una
carcajada agria; ni los frailes que cruzaron el Paso de la Malinche para entregar nuevos
disfraces a dioses inconmovibles que se hacían representar en una piedra destructible
pero que habitaban el aire; ni los negros traídos a las plantaciones tropicales y alaciados
por las avanzadas indias que ofrecieron sus sexos lampiños como un reducto de victoria
sobre la raza crespa; ni los príncipes que desembarcaron de los veleros imperiales y se
dejaron engañar por el dulce paisaje de palmacristi y fruta en drupa y ascendieron con
sus equipajes cargados de encaje y lavanda a la meseta de paredones acribillados; ni
siquiera los caciques de tricornio y charreteras que en la muda opacidad del altiplano
encontraron, al cabo, la derrota exasperante de la reticencia, de la burla sorda, de lo
indiferente:
tú serás ese niño que sale a la tierra, encuentra la tierra, sale de su origen, encuentra
su destino, hoy que la muerte iguala el origen y el destino y entre los dos clava, a pesar
de todo, el filo de la libertad:
(1903 — Enero 18)
ÉL despertó al escuchar el murmullo del mulato Lunero —Ah borracho, ah
borracho— cuando todos los gallos (aves enlutadas que habían caído en la servidumbre
silvestre, abandonados los corrales que en otra época fueron el orgullo de esta hacienda
porque compitieron con los de pelea del gran amo de la región, hace más de medio
siglo) anunciaron la veloz mañana del trópico, que era el fin de la noche para el señor
Pedrito, embarcado en una francachela solitaria más, allá en la terraza de losas
coloradas del viejo casco perdido: llegó el canto ebrio del señor hasta el techo de palmas
bajo el cual Lunero ya estaba de pie, rociando el suelo de tierra con manotazos de agua
tomada de la jícara, venida de otro lugar, cuyos patos y florecillas pintadas habían
lucido una laca brillante, en otros tiempos. Lunero encendió en seguida el brasero para
calentar el picadillo de charal, sobra del día pasado; en la canasta de frutas buscó,
guiñando los ojos, las cáscaras más negras para consumirlas en seguida, antes de que la
corrupción total, hermana de la feracidad, las ablandara y agusanara. Después, cuando el
humo de la plancha de lámina acabó de desamodorrar al niño, el cántico flemoso se
detuvo pero todavía se escuchaban los traspiés del borracho, cada vez más lejanos y
luego el portazo final, preludio de la larga mañana de insomnio: boca abajo sobre el
colchón desnudo y teñido de la gran cama de caoba, enredado en el mosquitero, en la
cama de baldaquín sin sábanas, desesperado porque las reservas de aguardiente ya se
habían agotado. Antes —recordó Lunero, cuando acarició la cabeza revuelta del niño
que se acercó al fuego con la camiseta corta, mostrando las primeras sombras de la
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